Fecha: 21 de febrero de 2021

Acabamos  de comenzar una nueva Cuaresma. Cuando en el siglo II la Iglesia empezó a celebrar anualmente a través de la liturgia el misterio pascual de Cristo, su muerte y resurrección, se comprendió también la necesidad de una preparación adecuada por medio de la oración y el ayuno. Paso a paso, esta preparación fue consolidándose hasta llegar a concretarse en lo que hoy conocemos como tiempo de Cuaresma, una experiencia de desierto, de combate espiritual, de prueba. Así lo prefiguran en la Biblia diversos episodios: los cuarenta años de peregrinación del pueblo de Israel por el desierto,  los cuarenta días de Moisés y Elías previos al encuentro de Yahveh; los cuarenta días empleados por Jonás para alcanzar la penitencia y el perdón; y finalmente, los cuarenta días de ayuno de Jesús en el desierto antes del comienzo de su ministerio público.

El papa Francisco nos propone en su mensaje que este año la Cuaresma sea especialmente un tiempo para renovar la fe, la esperanza y la caridad. Tal como Jesús  enseña en los evangelios, el ayuno, la oración y la limosna son las condiciones y la expresión de nuestra conversión. El camino del ayuno es el camino de la austeridad y el sacrificio, que nos ayuda a detenernos y a fijarnos en el hermano necesitado, y a compartir nuestros bienes con él; nos conduce, a su vez, al diálogo filial con el Padre, es decir, a la oración. La oración, el sacrificio y el compartir son los medios para encarnar una fe sincera, una esperanza viva y una caridad eficaz.

La Cuaresma es un tiempo para creer, para acoger a Dios en nuestra vida, para vivir según su voluntad. La fe es, a la vez, don de Dios y respuesta de la persona. El ayuno nos ayuda a liberar la existencia de todo lo que estorba, de tantas cosas superfluas que son perfectamente prescindibles, pero a las que a menudo vivimos aferrados. El ayuno nos ayuda a  abrir el corazón a Dios, a comprender que somos criaturas, que en Él encontramos el sentido y la meta. A la vez, la experiencia del ayuno nos acerca a todos aquellos que no disponen de tantas posibilidades ni de tantos bienes, y abre el corazón para compartir con ellos lo que hemos recibido, de lo cual no somos propietarios en exclusiva, sino administradores.

La esperanza nos alienta para continuar el camino. La vida es una peregrinación en la que aprendemos y ejercitamos la esperanza. Esperar en Dios significa que la historia no termina con nuestras carencias, con nuestros errores y pecados, porque hay un Padre que nos ayuda a levantarnos y a seguir adelante. En la situación actual de preocupación en la que vivimos, en que todo parece tan frágil e incierto, es necesario seguir reavivando la esperanza. El tiempo de Cuaresma es tiempo propicio para esperar, para volver la mirada a Dios, para reconciliarnos con Él, para recibir su salvación. En el recogimiento y el silencio de la oración, se hará más viva y firme nuestra esperanza.

La caridad es fruto de la fe y la esperanza, su expresión más alta, y lleva a estar atentos a los demás, mostrando compasión por cada persona. La caridad da sentido a nuestra vida y nos ayuda a ver al pobre y necesitado como un hermano. Lo poco o mucho que tengamos, si lo compartimos con amor, transforma el corazón de las personas y de la sociedad. Así sucede con nuestro compartir, con nuestra limosna, ya sea grande o pequeña, si la entregamos con sencillez. Vivir la caridad en la Cuaresma nos lleva a cuidar a quienes se encuentran en condiciones de sufrimiento a causa de la pandemia de la COVID19. Que esta Cuaresma no sea recordada solamente porque cumpliremos un año de pandemia, y porque las vacunas se van administrando poco a poco. Que sea un camino de auténtica conversión y oración, compartiendo nuestros bienes, avanzando con paso firme en la vida cristiana.