Fecha: 19 de marzo de 2023

Por lo que llevamos dicho, a saber, que Dios nos quiere libres, que somos libres para el amor, que el sufrimiento y la contrariedad contribuyen a madurar la libertad, se entenderá que somos más libres cuanto más vinculados (comprometidos) estamos.

Sabemos que esto es justamente lo que hoy muchos no pueden entender o no quieren aceptar. No es fácil explicarlo cuando en el interlocutor existe una actitud básica de vivir encerrado en sí mismo. Como aquel joven que, hace años, se resistía a ceder ante el enamoramiento que sentía respecto de una chica, “porque no quería dejar de ser libre”: no quería asumir ningún vínculo. Hoy quizá optaría por mantener una relación “sin compromiso”. Más tarde, gracias a Dios, se casó y fue feliz.

Este domingo tenemos un recuerdo muy especial del Seminario y de los jóvenes que en nuestra diócesis se preparan para el sacerdocio. Son jóvenes absolutamente normales, que han vivido una experiencia tal de seguimiento como discípulos de Jesucristo, que hoy se presentan a la Iglesia porque creen que el mismo Jesucristo les llama a ser sacerdotes, en la línea de los Apóstoles. ¿Qué pensar de la libertad de estos jóvenes? Si llegan a ser ordenados presbíteros, ¿han renunciado a su libertad?, ¿son menos libres que antes?; si dedican sinceramente su vida a cumplir los compromisos que comporta la vida ministerial, ¿no significa esto que pierden autonomía?

Aceptadas las diferencias, en el fondo estamos en el mismo caso que aquel joven que no quería asumir ningún vínculo. Cuando la libertad se deja iluminar y penetrar por el amor auténtico, entonces la persona se siente verdaderamente libre. Escribió Edith Stein:

La autoentrega es la más libre obra de la libertad. Quien se entrega a la gracia (en el amor de Dios) tan enteramente despreocupado de sí mismo – de su autonomía y de su individualidad cerradas – se fundirá en ella (en la gracia) siendo enteramente libre y enteramente él mismo. Sobre este trasfondo destaca claramente la imposibilidad de encontrar el camino mientras uno aún se mire a sí mismo.

Los seminaristas son jóvenes que se ofrecen a sí mismos como respuesta a tres vocaciones o llamadas: la llamada a existir como criaturas de Dios, la llamada a la fe como discípulos de Jesucristo y la llamada al presbiterado como apóstoles en la Iglesia. La llamada a la libertad está presente en cada una de estas vocaciones. La libertad radica inicialmente en la vocación a existir. Pero esta libertad crece y madura cuando en el bautismo y en la vida de fe se ve impregnada de amor a Dios y a los hermanos. Después alcanza su maduración cuando la persona realiza su acto más libre cuando se ofrece a sí mismo por amor en respuesta a la llamada de Cristo. Entonces la libertad del seminarista encuentra su pleno sentido al verse concretada en una forma de vida, en actos y gestos propios del apóstol, totalmente disponible para el servicio que necesite el Pueblo de Dios.

La libertad del sacerdote vivida así, se ve capaz de logros insospechados. En el Nuevo Testamento esa libertad tiene un nombre no fácil de traducir: “parresía”. Esto es, confianza, valentía, sinceridad en el hablar, incluso “osadía”. Este era el modo de hablar y actuar de Jesús mismo y de los Apóstoles.

Todos los que, escuchando la vocación de Jesús, han sido capaces de responderle entregándole todo lo que son, experimentan esa plenitud de libertad como un gran regalo.