Fecha: 26 de marzo de 2023

La gran paradoja que aquí estamos afirmando, arriesgándonos a no ser entendidos o sufrir rechazo, es que el grado máximo de libertad se alcanza cuando esa libertad se vincula al amor. Y quien no entienda esto no entenderá a Jesucristo y quien no lo viva, no será verdadero discípulo suyo.

En el camino cuaresmal hemos sido conscientes de que en realidad no somos libres. No son libres “quienes creen – ingenuamente – que hacen lo que quieren” porque pueden elegir entre una cosa u otra, ni son realmente libres quienes han logrado vivir en un estado gobernado con justicia, y cuyas leyes han reconocido todos los derechos y libertades.

San Pablo afirmaba que todos estamos sometidos a una triple esclavitud: la de la Ley, es decir, al “deber ser”, expresado o no en la norma; la esclavitud del pecado, es decir, la búsqueda del poder al servicio de uno mismo, olvidándose de Dios y del otro, junto a la debilidad para obrar el bien y el amor; y la esclavitud de la muerte, en todos sus grados y maneras (enfermedad, debilidad, muerte física, etc.), la esclavitud más implacable y contraria a la vida humana.

Bien pensado, todas nuestras luchas en la vida consisten en superar estas esclavitudes: a esto solemos denominar “progreso”. Así construimos la ciudad y vamos configurando nuestras vidas personales. Hemos elaborado una cantidad enorme de normas y sistemas políticos y jurídicos para que la humanidad logre sobrevivir haciendo lo que es justo y adecuado; luchamos contra el mal estableciendo sanciones y constituyendo poderes judiciales; no cesamos de buscar en la ciencia y en la técnica soluciones a todas las formas de muerte, pobreza, hambre, enfermedad, miseria, etc.

Para algunos pesimistas que analizan nuestra sociedad y denuncian todas sus deficiencias – por ejemplo, el poder esclavizador de la técnica en manos del mal – estas búsquedas, estas luchas son como palos de ciego: seguimos estando sometidos.

Nosotros, aunque deseamos mantener una mirada limpia y sincera sobre la realidad, no consideramos que solo damos palos de ciego. Todo esfuerzo por liberar a la humanidad tiene sentido. Eso sí, cumpliendo una condición indispensable. Cada uno por su cuenta y la comunidad de hermanos, logramos ser libres cuando vinculamos la libertad propia al amor. Lo conseguimos, no mediante la aplicación de determinadas normas o técnicas, sino a través del encuentro vital con el Hombre libre y liberador en la celebración litúrgica de la Semana Santa.

En Él descubrimos al que es capaz de abrir las losas de nuestros sepulcros, de nuestras esclavitudes, porque Él mismo es libre y encarna la libertad. Entonces veremos confirmadas dos grandes verdades que ya hemos mencionado: una, que la libertad es plena cuando nace del amor y conduce a él, como Jesús resucitando a su amigo Lázaro; otra, que la libertad es un don, como la vivió Lázaro y su familia.

Se iniciaba así en la historia humana el nuevo tiempo en que la libertad se obtenía del Hombre Libre, Jesucristo, que sigue liberando y redimiendo al mundo, tendiendo la mano a todo aquel que desee seguirle.