Fecha: 25 de febrero de 2024

Como decimos, únicamente un corazón libre, cultivado en el ejercicio constante del desprendimiento, y un corazón capaz de entregarse totalmente por amor, podrá reconciliarse con la vocación propia, asumirla, amarla y seguirla. Ese corazón se educa en el desierto. En la ausencia de ruidos se escucha la voz, y en la claridad del día y la noche, se ve la luz. Y en la soledad se aprecia la compañía.

La dureza de esas carencias, las pruebas de la vida, hacen brotar nuestra verdadero ser. Es la pedagogía de Dios, que espera vernos dar un paso tras otro, venciendo el cansancio, renovando una y otra vez la generosidad de la respuesta confiada a la llamada.

Así nos conduce Dios. Él también está atento a lo que nos pasa en el camino. Nos ve, por ejemplo, en los momentos más difíciles. A veces uno se ve en pleno desierto, desorientado, solo, aplastado por el sol, agotado. Entonces no daría un paso más si supiera con certeza que ese paso no conduce a nada. De hecho, quienes mueren en esas circunstancias tan terribles no mueren tanto por agotamiento, cuanto por derrota y abandono. Si supiera que detrás del horizonte hay vida no dejaría de caminar hacia él hasta el último aliento.

El Evangelio de San Lucas dice claramente que Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado. El desierto y la tentación forman parte del diálogo, de la llamada y la respuesta, que Dios mantiene con nosotros en el camino de nuestra salvación; es su estilo, su manera de tratarnos… y de amarnos. Jesús, como hombre, estaba allí para dar la respuesta salvadora al Padre, es decir, la respuesta adecuada a su llamada.

Llegado un momento, el Padre, el mismo Espíritu que le llevó al desierto, le hace subir a una montaña, acompañado por tres de sus discípulos, para “abrirles el horizonte”, hacerles vivir la meta a la que son llamados. Quería infundirles ánimo para que no cedieran a la tentación de desistir, de abandonar el camino. También esto forma parte del estilo de tratarnos Dios.

El sueño, la ilusión, que nos movían a emprender un camino cuaresmal de reconciliación, pueden quedar obnubilados, pálidos, quizá muertos. Pero de golpe, sin pretenderlo, los discípulos se ven envueltos en una nube de bienestar y de paz, de gozo compartido, que lleva a envolver a los presentes (Mc 9.2-11). Como disfrutando de una humanidad totalmente reconciliada, vinculados por una inefable comunión, cada uno con su propio rostro, pero todos viviendo en una profunda y total intimidad.

Los discípulos apenas entendieron que eso que vivían en el presente era una pregustación de lo que ocurrirá en el futuro. Entre otros, este era el propósito del Padre: que, en lugar de mirar “arriba” o solo al presente, vivieran ya lo que ocurrirá al final del camino. Pero este camino hay que andarlo y para eso, hemos de tener claro el punto final, contemplarlo y dejar que esa contemplación estimule nuestro caminar.

La llamada, la vocación, en definitiva nos viene hoy, pero nos llega desde el futuro. La vocación y todo lo que desencadena, la esperanza, el movimiento, la confianza, la búsqueda, el esfuerzo, la misma alegría, nos hace caminar. La vocación también es trabajo.

Así, mientras caminamos, desde la mirada puesta en ese futuro, podremos ir discerniendo lo que es coherente, lo que “cabe”, o no con ese final de plena comunión. Discernir y actuar consecuentemente como uno de los trabajos más apasionantes de la Cuaresma.