Fecha: 3 de marzo de 2024

Nos fijamos ahora en unos momentos “complicados o extraños” de nuestro camino cuaresmal. (Esperemos que este lenguaje se entienda y no provoque escándalo).

Lógicamente, el camino Cuaresmal no tiene sentido si no lo vivimos “ante Dios, en el marco de nuestra relación con Él”. La Cuaresma no es un ejercicio de terapia, una especie de autoayuda o un método de crecimiento personal, de los que nos ofrece el mercado. La Cuaresma es una experiencia esencialmente religiosa, en el sentido de vivencia experimentada en el camino, en la historia, que vamos haciendo en relación con Dios.

Pero nuestra relación vital con Dios pasa por momentos muy diversos.

En primer lugar nos fijamos en nuestra relación con Dios cuando somos conscientes de nuestra situación de “pecado”. Ya sabemos que esta palabra resulta molesta. Un matrimonio ya mayor me insistía que teníamos que omitir esta palabra de nuestra predicación. No supe qué había detrás de esta obstinación, pero les advertí que si hiciéramos caso, tendríamos que borrar el 50% de las palabras de Jesús, incluidas las de la consagración eucarística. Sea cual sea la palabra usada, nos referimos a esa situación, causada por nuestra voluntad, en que no hemos respondido a la voluntad amorosa de Dios y hemos obrado contra ella. En el fondo, es la acción o el estado personal que viene a ser resultado de nuestra voluntad de ser Dios, amos y señores de nuestra vida.

Hay otros momentos en los que Dios nos resulta molesto, antipático, incluso contradictorio.

Hay personas que podríamos denominar “religiosas”, que se enfadan con Dios, protestan, porque, dicen, “siendo Él todopoderoso y Padre”, no escucha nuestras peticiones “que son perfectamente lógicas y legítimas”…

Otros van más allá. No soportan el carácter trascendente de Dios, es decir, que esté más allá de las posibilidades humanas, que no obedezca a las leyes que rigen el mundo, la naturaleza, la ciencia…

Otros niegan o no soportan que Dios sea alguien “absoluto”, o sea, que su palabra y su voluntad tengan un peso inapelable, indiscutible, con validez para todos y para siempre, contrariamente a las verdades que vamos descubriendo y conociendo…

Otros se quejan o rechazan el que Dios “agobie con su presencia omnipotente y omnipresente”, como descubría una comentarista en el Salmo 138 (“me estrechas detrás y delante, no puedo escapar de tu mirada”)…

Otros adoptan la postura de gran indiferencia, llevados por el pensamiento de que “no sirve para nada”, no interesa, más bien resulta un engaño y una molestia…

¿Dónde me encuentro yo respecto de Dios? ¿Hoy, quién es El para mí?

En Cuaresma escuchamos la llamada de San Pablo: “Hermanos, dejaos reconciliar con Dios” (2Co 5,20). Es como si nos dijera: ¡dejaos amar por Dios, que es amor perdonador y os ofrece volver a Él para que viváis!

Nuestra fe nos ha enseñado que, al menos por parte de Dios, la puerta siempre estará abierta y que su deseo de tenernos en su casa no se agota. Sabemos que su espera es paciente y que no deja de enviarnos mensajes, llamadas, signos o insinuaciones para que escuchemos y volvamos a Él.

Sabemos por la fe y, sobre todo, por experiencia, que cuando vivimos reconciliados con Él la paz nos envuelve, aun en medio de dificultades y sufrimientos. Siempre Él será más grande.