Fecha: 10 de marzo de 2024

Hemos aludido a la alegría serena que uno siente cuando vive sabiéndose reconciliado con Dios. Hay pocos gozos más intensos que sentirse amado, sobre todo amado gratuitamente, sin condiciones.

Es una experiencia que suscita, despierta y contagia amor.

Todos conocemos personas que están siempre enfadadas, que parecen alimentar dentro de sí el mal genio, el descontento, la agresión, la crítica. Es triste comprobarlo en niños y adolescentes, que son más espontáneos y todavía no han logrado disimular sus sentimientos, como solemos hacer los adultos para «dar buena imagen». Si conocemos la historia de estas personas, no tardaremos en hallar los momentos, o la experiencia continuada, de haberse sentido rechazadas, no aceptadas o maltratadas. Por el contrario, hallamos personas que contagian paz, parece que «aman naturalmente» porque gozan de la seguridad de ser amados. (Algo muy distinto del que ha sido «consentido o malcriado», que se hace agresivo y exigente).

Hablábamos de que a veces no «soportamos» a Dios. Igualmente decimos que a veces no soportamos al prójimo. El prójimo es ese «otro» distinto de mí, cuya manera de ser, su mentalidad, sus defectos, sus manías (y pecados) me resultan insufribles.

Entonces, uno busca «refugio», sea en la soledad de uno mismo, sea en la intimidad de una minoría afín. En un grupo relativamente numeroso de personas, siempre se forman grupos pequeños en los que se reúnen los afines, los que se entienden entre sí. Este hecho es sencillamente aceptado como un hecho natural y lógico, no solo por los técnicos en psicosociología, sino por todos en general. «No podemos pretender, decimos, que todos sean amigos de todos». Nos resignamos a que el amor humano llega hasta ahí.

El problema surge cuando esta clasificación incluye un juicio a «los otros», como si cada uno se sentase en el estrado del juez, y el mundo y los otros fueran pasando por delante y uno mismo, dictaminara quién tiene derecho a existir y quién no. Peor, cuando se establece una competitividad para lograr más influencia en las decisiones del conjunto. Peor todavía cuando la pugna busca, no solo influir en el poder, sino también anular al otro mediante la crítica, la difamación, las zancadillas…

No vale decir que eso pasa únicamente en el mundo de los negocios o en el juego político. En realidad, lo que ocurre en estos ámbitos más públicos y oficiales, no es más que el reflejo de lo que hacemos en la vida cotidiana, en nuestras pequeñas políticas, en las relaciones interpersonales cotidianas, familiares, profesionales, vecinales o afectivas.

El creyente, en esto como en otros muchos aspectos de la vida, es un inconformista, a veces un profeta. Porque no podemos renunciar al sueño de la humanidad reconciliada.

Más que una exigencia hacia los otros, este sueño es una llamada, una vocación, que interpela nuestra conciencia. Jesús, cuando habla de la reconciliación con el hermano contempla las dos posibilidades: que él tenga algo contra nosotros o que nosotros hayamos sido ofendidos por él. En ambos casos somos llamados a la reconciliación (antes de presentar la ofrenda: Mt 5,24; para ser perdonados por el Padre: Mt 6,15).

La Cuaresma es el momento apropiado para pensar en aquél que está lejos, enemistado conmigo tanto tiempo, en aquél que me resulta una carga dura en la convivencia, en aquél cargado de manías, deficiències y, quizá, pecados… Pedir perdón no es humillante y ofrecerlo no es prepotente. En ambos casos es camino de humildad cuaresmal.