Fecha: 21 de marzo de 2021

El próximo 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación, celebramos la jornada por la vida. La persona del Hijo de Dios, cuya existencia humana comienza en el momento de su Encarnación, es el mayor regalo de Dios a la humanidad. La venida de Cristo al mundo es una luz que abre a todos los hombres un horizonte de esperanza, pues nos anuncia que, a pesar de las dificultades de la vida, ésta merece la pena ser vivida. Si el Hijo de Dios aceptó una existencia como la nuestra, el hecho de haber sido llamados por Dios la vida es un acto de amor: el Padre nos mira con el mismo amor con el que contempla a su Hijo encarnado. Jesús se hizo uno de nosotros para comunicarnos la vida divina. La existencia temporal tiene una meta que va más allá: es camino para la Vida eterna. Esta verdad de nuestra fe nos ayuda a entender el gran valor que tiene para Dios la vida de todo ser humano.

Sin embargo, actualmente nos hallamos inmersos en una cultura que no valora la vida como un don que debe ser acogido con gratitud. El ser humano es tratado como un objeto del que se puede disponer según la propia voluntad. Cuando no se quiere acoger al hijo concebido, se justifica su eliminación; cuando se desea, se justifican todos los medios que los avances científicos y técnicos nos ofrecen, y se “fabrican” seres humanos por los que se paga, como cuando se adquiere una mercancía.

Reducido el ser humano a un objeto, deja de tener un valor absoluto. Se mide con los mismos criterios que las cosas: la utilidad y la calidad. Cuando una vida no se considera útil o no goza de la calidad que desearíamos, se piensa que no vale la pena vivirla. Esta mentalidad se va asumiendo progresivamente por la sociedad e incluso por los enfermos, que llegan a pensar que son una molestia y que ya nada tienen que hacer aquí. La fragilidad es un aspecto constitutivo de la existencia humana y nos debemos preparar espiritualmente para aceptarla. Los creyentes, que contemplamos la vida humana con la mirada de Dios, sabemos que nadie “vale” menos en ninguna circunstancia.

A esto se une otro rasgo que caracteriza nuestra cultura: la identificación de los deseos con los derechos y la ausencia de todo límite ético que pueda ser una barrera a la realización de los propios deseos. Los derechos humanos son como una garantía que ha de proteger a las personas. El derecho de todo ser humano a la vida tiene como consecuencia el deber del Estado y de todos los miembros de la sociedad de protegerla en todos los casos. La identificación de los derechos con los deseos ha llevado a la aprobación de una serie de leyes que dejan la vida humana en manos de los otros: de los padres en el caso del no nacido, o de los familiares o el sistema sanitario en caso de ancianidad o enfermedad grave.

Aunque tenemos la sensación de que esta cultura es irreversible, los cristianos no debemos perder la esperanza. San José, que acogió y protegió la vida del Niño Jesús, y a quien en la tradición católica nos confiamos para pedirle una muerte en gracia, que es la auténtica muerte digna, nos ayude a encontrar caminos para ser custodios de la vida de todo ser humano.