Fecha: 5 de mayo de 2024

Estimadas y estimados, hace más de cincuenta años en nuestro país se liberalizaron los llamados «juegos prohibidos». Desde entonces, conquistada por la ciudadanía la «libertad» de elegir donde arriesgar su dinero, pudo decidir entre el bingo y el casino, la «Lotería Nacional» o los «Juegos y Apuestas de la Generalitat» y, siempre, el lugar por antonomasia: la Bolsa y las Inversiones. Ahora, la clase política nos ha explicado que no se han podido aprobar los presupuestos de la Generalitat porque no ha habido acuerdo para la construcción de un gran complejo de ocio y de juego en nuestras comarcas y que esta es la causa ―o la excusa, quizás― del adelanto electoral para la próxima semana. ¿Hay motivo para poner el grito en el cielo? ¿No os sorprende que el destino del dinero de la ciudadanía dependa de un casino? Y eso de que el proyecto BCN World, rebautizado como Hard Rock, sea solo un casino tampoco es del todo cierto, pues es mucho más.

Pero, vayamos por partes. La Biblia alaba al «…rico de conducta intachable, que no corre tras el oro. ¿Quién es? Lo felicitaremos, pues ha hecho maravillas en su pueblo.» (Sir 31,8-10). La libertad de elegir entre el bien y el mal es la fuente del mérito para aquellos que prefieren la voz de la conciencia al impulso del instinto, quién pudiendo pecar no peca, como afirma repetidamente la misma Biblia. Por otro lado, unos documentos de nuestra Iglesia, las llamadas «Tarraconenses», que eran los decretos erigidos a partir de nuestros Concilios Provinciales, y que antes los párrocos las leían en las iglesias los días de fiesta, decían que había que preferir el ahorro y el trabajo al juego y al azar para hacer dinero.

Dicho todo esto, no puedo evitar preguntarme: ¿Por qué hay tanta gente que va al bingo, al casino, a las casas de apuestas y juegos? ¿Por qué tienen éxito los juegos de azar? ¿Por qué a la especie humana le place tanto apostar? Pienso que quién se juega el dinero, más que por la esperanza de enriquecerse, lo hace por el placer del riesgo. Siempre ha sido tentadora la aventura: poner cinco mil euros a la ruleta, apostar a la bolsa en inversiones de gran riesgo, pulsar el acelerador hasta los ciento ochenta por una carretera estrecha, apostar para que suceda aquello que las leyes de la naturaleza no prevén. Pero en todo esto falta una visión clave: La gente pobre no puede jugarse prácticamente nada y la rica, antes de satisfacer sus caprichos, podría invertir para crear nuevos puestos de trabajo éticamente decentes y ecológicamente sostenibles. Pero la realidad es tozuda y devastadora. La gente pobre se juega lo que no tiene, y la gente rica se apropia de lo que pierden los otros.

Ya lo dice el libro de los Proverbios: «Hay caminos que parecen rectos y al final conducen a la muerte […] Quien guiña el ojo prepara intrigas, quien ha hecho el mal se muerde los labios […] Más vale ser paciente que valiente, dominarse que conquistar ciudades. Se tiran los dados sobre la mesa, pero la decisión viene del Señor» (Pr 16, 25.30.32-33).

¿Nos jugamos la vida a la apuesta de hacer el bien? ¡Más no se puede arriesgar! Ojalá que los políticos que serán escogidos en las elecciones del próximo domingo se «jueguen» la vida al servicio de Cataluña y de toda su gente, sin discriminaciones, y pensando sobre todo en los más débiles. Será el juego más arriesgado, la aventura más apasionante de su vida. Y este proyecto, como todos los proyectos, tiene que hacerse pensando en el bien común.

Vuestro,