Fecha: 7 de noviembre de 2021

Celebramos este domingo el día de la Iglesia diocesana. Habitualmente nuestra vida de fe está vinculada a aquellas realidades eclesiales más próximas a nosotros: la familia; la parroquia y el sacerdote que está al frente de ella; los grupos de reflexión en los que profundizamos con otros cristianos en las exigencias del seguimiento del Señor; la catequesis que ayuda a los niños y jóvenes a crecer en el conocimiento de Cristo y a integrarse en la comunidad; y, en muchos casos, el centro educativo si es de inspiración cristiana, o la clase de religión para aquellos que la piden. Cada uno de nosotros hemos tenido o tenemos referentes cercanos que nos han ayudado a sentirnos Iglesia.

Ahora bien, no podemos olvidar que estas realidades nos hacen presente y cercano el misterio de la Iglesia. No somos cristianos porque pertenecemos a un grupo; o a la parroquia de nuestro pueblo, ciudad o barrio; o porque hemos sido educados en un colegio católico. Lo somos porque hemos sido bautizados y, por el bautismo, hemos entrado a formar parte de la Iglesia. Todo bautizado es miembro del Pueblo de Dios y debería sentirse como en casa en cualquier lugar donde una comunidad de hermanos en la fe se reúne para celebrar la Eucaristía. Reducir la vivencia eclesial al propio grupo o a la propia parroquia y aislarse del resto de la comunidad, lleva a vivir en la Iglesia como si esta fuera una secta.

La realidad en la que se realiza plenamente el misterio de la Iglesia es la diócesis, presidida por el obispo en comunión con el Sucesor de Pedro y con el resto del Colegio Episcopal. Esta comunión, que lleva a cada obispo a no aislarse de la Iglesia universal, asegura la autenticidad de su magisterio y posibilita que cualquier bautizado que vive una plena comunión con la Iglesia, pueda participar en la Eucaristía celebrada por él o por los sacerdotes, que son sus colaboradores. Además de ser principio de comunión en el magisterio y en la celebración de los sacramentos, la misión del obispo en la diócesis es asegurar que todas las comunidades cristianas estén atendidas pastoralmente en la medida de lo posible teniendo en cuenta sus necesidades; y garantizar que en toda la diócesis se celebren los sacramentos según el sentir de la Iglesia expresado en los textos litúrgicos, se anuncie el Evangelio de Cristo, se viva el mandato del amor a los hermanos, especialmente a los más necesitados, y haya un auténtico crecimiento en la santidad y en la vida cristiana en el conjunto del Pueblo de Dios. Es posible que en todas las parroquias no pueda hacerse todo, pero ninguna de estas dimensiones puede faltar en una diócesis.

Para que haya comunión en la Iglesia diocesana, debe haber solidaridad entre nosotros: entre los cristianos y entre las distintas realidades eclesiales. Hemos de aprender a compartir. En toda diócesis, también en la nuestra, hay parroquias grandes y pequeñas; algunas tienen más recursos que otras, pero todas deben ser atendidas y acompañadas. Hay también estructuras que están al servicio de todos y que animan la pastoral, por lo que entre todos las debemos sostener. El día de la Iglesia diocesana ha de ser, por ello, de solidaridad y de fraternidad entre los que formamos parte de esta porción del Pueblo de Dios que peregrina en Tortosa.