Queridos hermanos y hermanas:

Hoy comienzo un nuevo ciclo de catequesis, dedicado al gran apóstol san Pablo. Como sabéis, a él está consagrado este año, que va desde la fiesta litúrgica de los apóstoles San Pedro y San Pablo del 29 de junio de 2008 hasta la misma fiesta de 2009. El apóstol san Pablo, figura excelsa y casi inimitable, pero en cualquier caso estimulante, se nos presenta como un ejemplo de entrega total al Señor y a su Iglesia, así como de gran apertura a la humanidad y a sus culturas.

Así pues, es justo no sólo que le dediquemos un lugar particular en nuestra veneración, sino también que nos esforcemos por comprender lo que nos puede decir también a nosotros, cristianos de hoy. En este primer encuentro, consideraremos el ambiente en el que vivió y actuó. Este tema parecería remontarnos a tiempos lejanos, dado que debemos insertarnos en el mundo de hace dos mil años. Y, sin embargo, esto sólo es verdad en apariencia y parcialmente, pues podremos constatar que, en varios aspectos, el actual contexto sociocultural no es muy diferente al de entonces.

Un factor primario y fundamental que es preciso tener presente es la relación entre el ambiente en el que san Pablo nace y se desarrolla y el contexto global en el que sucesivamente se integra. Procede de una cultura muy precisa y circunscrita, ciertamente minoritaria: la del pueblo de Israel y de su tradición. Como nos enseñan los expertos, en el mundo antiguo, y de modo especial dentro del Imperio romano, los judíos debían de ser alrededor del 10% de la población total. Aquí, en Roma, su número a mediados del siglo I era todavía menor, alcanzando al máximo el 3% de los habitantes de la ciudad. Sus creencias y su estilo de vida, como sucede también hoy, los distinguían claramente del ambiente circunstante. Esto podía llevar a dos resultados: o a la burla, que podía desembocar en la intolerancia, o a la admiración, que se manifestaba en varias formas de simpatía, como en el caso de los «temerosos de Dios» o de los «prosélitos», paganos que se asociaban a la Sinagoga y compartían la fe en el Dios de Israel.

Como ejemplos concretos de esta doble actitud podemos citar, por una parte, el duro juicio de un orador como Cicerón, que despreciaba su religión e incluso la ciudad de Jerusalén (cf. Pro Flacco, 66-69); y, por otra, la actitud de la mujer de Nerón, Popea, a la que Flavio Josefo recordaba como «simpatizante» de los judíos (cf. Antigüedades judías 20, 195.252; Vida 16); incluso Julio César les había reconocido oficialmente derechos particulares, como atestigua el mencionado historiador judío Flavio Josefo (cf. ib., 14, 200-216). Lo que es seguro es que el número de los judíos, como sigue sucediendo en nuestro tiempo, era mucho mayor fuera de la tierra de Israel, es decir, en la diáspora, que en el territorio que los demás llamaban Palestina.

No sorprende, por tanto, que san Pablo mismo haya sido objeto de esta doble y opuesta valoración de la que he hablado. Es indiscutible que el carácter tan particular de la cultura y de la religión judía encontraba tranquilamente lugar dentro de una institución tan invasora como el Imperio romano. Más difícil y sufrida será la posición del grupo de judíos o gentiles que se adherirán con fe a la persona de Jesús de Nazaret, en la medida en que se diferenciarán tanto del judaísmo como del paganismo dominante.

En todo caso, dos factores favorecieron la labor de san Pablo. El primero fue la cultura griega, o mejor, helenista, que después de Alejandro Magno se había convertido en patrimonio común, al menos en la región del Mediterráneo oriental y en Oriente Próximo, aunque integrando en sí muchos elementos de las culturas de pueblos tradicionalmente considerados bárbaros. Un escritor de la época afirmaba que Alejandro «ordenó que todos consideraran como patria toda la ecumene… y que ya no se hicieran diferencias entre griegos y bárbaros» (Plutarco, De Alexandri Magni fortuna aut virtute, 6.8). El segundo factor fue la estructura político-administrativa del Imperio romano, que garantizaba paz y estabilidad desde Bretaña hasta el sur de Egipto, unificando un territorio de dimensiones nunca vistas con anterioridad. En este espacio era posible moverse con suficiente libertad y seguridad, disfrutando entre otras cosas de un excelente sistema de carreteras, y encontrando en cada punto de llegada características culturales básicas que, sin ir en detrimento de los valores locales, representaban un tejido común de unificación super partes, hasta el punto de que el filósofo judío Filón de Alejandría, contemporáneo de san Pablo, alaba al emperador Augusto porque «ha unido en armonía a todos los pueblos salvajes… convirtiéndose en guardián de la paz» (Legatio ad Caium, 146-147).

Ciertamente, la visión universalista típica de la personalidad de san Pablo, al menos del Pablo cristiano después de lo que sucedió en el camino de Damasco, debe su impulso fundamental a la fe en Jesucristo, puesto que la figura del Resucitado va más allá de todo particularismo. De hecho, para el Apóstol «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28). Sin embargo, la situación histórico-cultural de su tiempo y de su ambiente también influyó en sus opciones y en su compromiso. Alguien definió a san Pablo como «hombre de tres culturas», teniendo en cuenta su origen judío, su lengua griega y su prerrogativa de «civis romanus», como lo testimonia también su nombre, de origen latino.

Conviene recordar de modo particular la filosofía estoica, que era dominante en el tiempo de san Pablo y que influyó, aunque de modo marginal, también en el cristianismo. A este respecto, podemos mencionar algunos nombres de filósofos estoicos, como los iniciadores Zenón y Cleantes, y luego los de los más cercanos cronológicamente a san Pablo, como Séneca, Musonio y Epicteto: en ellos se encuentran valores elevadísimos de humanidad y de sabiduría, que serán acogidos naturalmente en el cristianismo.

Como escribe acertadamente un experto en la materia, «la Estoa… anunció un nuevo ideal, que ciertamente imponía al hombre deberes con respecto a sus semejantes, pero al mismo tiempo lo liberaba de todos los lazos físicos y nacionales y hacía de él un ser puramente espiritual » (M. Pohlenz, La Stoa, I, Florencia 1978, p. 565). Basta pensar, por ejemplo, en la doctrina del universo, entendido como un gran cuerpo armonioso y, por tanto, en la doctrina de la igualdad entre todos los hombres, sin distinciones sociales; en la igualdad, al menos a nivel de principio, entre el hombre y la mujer; y en el ideal de la sobriedad, de la justa medida y del dominio de sí para evitar todo exceso. Cuando san Pablo escribe a los Filipenses: «Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4, 8), no hace más que retomar una concepción muy humanista propia de esa sabiduría filosófica.

En tiempos de san Pablo existía también una crisis de la religión tradicional, al menos en sus aspectos mitológicos e incluso cívicos. Después de que Lucrecio, un siglo antes, sentenciara polémicamente: «La religión ha llevado a muchos delitos» (De rerum natura, 1, 101), un filósofo como Séneca, superando todo ritualismo exterior, enseñaba que «Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti» (Cartas a Lucilio, 41, 1). Del mismo modo, cuando san Pablo se dirige a un auditorio de filósofos epicúreos y estoicos en el Areópago de Atenas, dice textualmente que «Dios… no habita en santuarios fabricados por manos humanas…, pues en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 24.28). Ciertamente, así se hace eco de la fe judía en un Dios que no puede ser representado de una manera antropomórfica, pero también se pone en una longitud de onda religiosa que sus oyentes conocían bien.

Además, debemos tener en cuenta que muchos cultos paganos prescindían de los templos oficiales de la ciudad y se realizaban en lugares privados que favorecían la iniciación de los adeptos. Por eso, no suscitaba sorpresa el hecho de que también las reuniones cristianas (las ekklesíai), como testimonian sobre todo las cartas de san Pablo, tuvieran lugar en casas privadas. Entonces, por lo demás, no existía todavía ningún edificio público. Por tanto, los contemporáneos debían considerar las reuniones de los cristianos como una simple variante de esta práctica religiosa más íntima. De todos modos, las diferencias entre los cultos paganos y el culto cristiano no son insignificantes y afectan tanto a la conciencia de la identidad de los que asistían como a la participación en común de hombres y mujeres, a la celebración de la «cena del Señor» y a la lectura de las Escrituras.

En conclusión, a la luz de este rápido repaso del ambiente cultural del siglo I de la era cristiana, queda claro que no se puede comprender adecuadamente a san Pablo sin situarlo en el trasfondo, tanto judío como pagano, de su tiempo. De este modo, su figura adquiere gran alcance histórico e ideal, manifestando elementos compartidos y originales con respecto al ambiente. Pero todo esto vale también para el cristianismo en general, del que el apóstol san Pablo es un paradigma destacado, de quien todos tenemos siempre mucho que aprender. Este es el objetivo del Año paulino: aprender de san Pablo; aprender la fe; aprender a Cristo; aprender, por último, el camino de una vida recta.

 

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