Fecha: 30 de abril de 2023

Estimadas y estimados. Durante el tiempo de Cuaresma, en el que hemos pedido al Señor el don de la conversión, hemos añorado una palabra esencial en la vida de los cristianos: «Aleluya». No se trata simplemente de una norma litúrgica. La Iglesia, buena maestra, nos ha invitado a no pronunciarla para que después podamos intensificar su contenido. Como un ayuno bien hecho nos permite saborear mejor la comida festiva del ágape cristiano.

Que ahora, en el tiempo pascual, lo cantemos, lo recitemos, lo aclamemos, no tiene ningún sentido, si no profundizamos en su significado más pleno. Como sabemos, la palabra hebrea «Aleluya» puede traducirse por «alabad a Dios», y es empleada en la Sagrada Escritura en momentos de alegría y de entusiasmo ante la existencia divina y sus hazañas a favor de la humanidad.

En efecto, los autores bíblicos no dudan en cantar a Yahvé, enardecidos por descubrir sus atributos: creador, bueno, poderoso, justo, fiel, veraz, misericordioso… El Dios que se revela en Israel se hace amar, porque todas sus acciones van encaminadas al bienestar del pueblo, haciendo de cada persona un ser libre y completo. La respuesta adecuada es, por tanto, la acción de gracias y la alabanza, dos actitudes que suelen ir juntas. Leemos en el libro de los Salmos: «Yo soy un pobre malherido; Dios mío, tu salvación me levante. Alabaré el nombre de Dios con cantos, proclamaré su grandeza con acción de gracias; le agradará a Dios más que un toro, más que un novillo con cuernos y pezuñas.» (Sal 69,30-32).

En los escritos bíblicos queda claro que Dios prefiere nuestro amor y nuestro reconocimiento más que los actos sacrificiales o la acumulación de méritos. Esta idea se amplía en las enseñanzas de Jesús, que aprovecha toda circunstancia para explicarla, como vemos claramente por boca de aquel maestro de la Ley: «Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». (Mc 12,32-33).

En nuestro modo de vivir cristianamente, en nuestro día a día, ¿somos suficientemente conscientes de ello? A Dios le gusta que reconozcamos su santidad, que nos maravillemos de su proximidad, que nos dejemos cautivar por su belleza. La alabanza por excelencia se llama «Magnificat», el poema con el que María reconoce que es el amor de Dios, y no nuestras supuestas grandezas, lo que nos hace gozar de la vida en plenitud. Un canto que se actualiza y se llena de contenido cuando cada uno de nosotros lo experimenta, a Él, bien vivo en la propia historia.

El aleluya de Pascua, solemne y emocionante, dispone nuestro interior para recibir la Buena Nueva del Evangelio: Jesús resucitado «enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido.» (Ap 21,4). ¿Podremos cantarlo desde la tibieza o la inconsciencia? Que cada aleluya nazca de un alma elevada, del fondo del corazón, de un impulso espiritual y afectivo. Reunidos en asamblea santa, que estos aleluyas sean testimonio de comunión y, así, luz del Resucitado para todos los hombres y mujeres que nos rodean.

Vuestro,