Fecha: 7 de enero de 2024

Como sabemos por experiencia, nuestra historia es un auténtico drama que describe la relación entre el cielo y la tierra.

Para el cristiano, todos venimos del cielo. Allí éramos un pensamiento amado por Dios, como dice aquel himno que cantaban los primeros cristianos y que nos transmite San Pablo (Ef 1,3 ss.). La felicidad que esto proporcionaba se proyectó sobre la tierra en el momento de la creación, dando lugar a una vida en sintonía entre el cielo y la tierra, donde se gozaba de la presencia de la naturaleza animal y vegetal, en armonía con Dios y con los otros. Sabemos que, a causa de un uso radicalmente egoísta de la libertad por el hombre, esta felicidad se truncó y el cielo se cerró, de forma que el sufrimiento en todas sus formas comenzó su andadura como depredador de la humanidad.

Pero ya en el momento mismo de la ruptura el Señor dejó entreabierta la puerta, como una rendija de luz, dando la posibilidad de que pudiéramos comunicar con Él y mantener viva la esperanza de un futuro triunfo del linaje humano, el linaje de la mujer, sobre las fuerzas del mal.

Y así durante siglos, gracias a que Dios seguía manteniendo su proyecto de salvar a la humanidad, se fueron dando momentos de comunicación entre el cielo y la tierra: visiones, llamadas de Dios, promesas, alianzas, rupturas y reconciliaciones, oraciones, conversiones… Hay que decir que todo fue iniciativa de Dios, en su inagotable voluntad de salvar a la humanidad: unos llamados especialmente respondieron, otros llevados por un sincero amor expresaron en los salmos su anhelo de ver a Dios y habitar con Él en la gloria… Pero permanecían dos obstáculos fundamentales: por un lado, nuestra debilidad hacía que por nuestra parte todo fuera provisional y, por tanto, abocado al fracaso; por otro, estos momentos de comunicación seguían siendo “a distancia”, el cielo permanecía cerrado e inaccesible.

Llegó una noche en que se abrió el cielo y unos ángeles cantaron “gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama”: un saludo, un canto, casi “programático”, un deseo maravilloso, culmen del anhelo de Dios a lo largo de toda la historia pasada. En el fondo, era como la expresión del anhelo del paraíso: Dios glorificado y los hombres pacificados.

Pero el sueño de Dios iba más allá: no solo anunciar, no solo proclamar o cantar, sino realizar efectivamente la presencia de Dios en la tierra. La puerta del cielo quedaba abierta de par en par, la comunicación real ya era posible, Dios mismo salía de su casa (de su gloria) para habitar nuestra casa (con sus miserias), para que ese camino expedito fuera andado por nosotros.

Lo que solo había sido un sueño en aquella visión de la escala de Jacob, por la que subían y bajaban los ángeles, ya es realidad.

Todo fue sorprendente en el qué y en la manera. Los discípulos, enfadados por la conducta de los samaritanos, que no quisieron acogerlos camino de Jerusalén, pidieron a Jesús que abriere el cielo y cayera fuego sobre aquellos malvados (Lc 9,51-56). Pero Jesús les reprendió, Él mismo había bajado del cielo abierto, no para destruir el pecador, sino para salvarlo. Su fuego era de otra índole. Era el fuego que ardía en su corazón y que, derramado estando muerto en la Cruz, se regaló el día de Pentecostés, con la idea de que alcanzara los límites del mundo.