Fecha: 28 de mayo de 2023

Podemos considerar que nos hallamos en el punto conclusivo de la misión de Jesús en la tierra. Esta misión consistía en traer el cielo a la tierra, para que todos nosotros viviéramos la alegría de la salvación.

Todo había sido objeto de promesas, que Dios había hecho a su pueblo, manteniendo su esperanza y su ánimo en el camino. El propio Jesús lo había anunciado. Ahora estamos ante la realidad de su cumplimiento. Entendemos la tensión de la espera aliviada únicamente por la oración silenciosa y expectante y por la presencia de los hermanos compartiendo los mismos sentimientos. Y compartimos también la alegría desbordante de aquellos primeros hermanos que sostenían el ansia de ver dentro de uno mismo a Dios y su voluntad, de vivir la comunión de amor fraterno guardando la diversidad, de fuerza y libertad para dar testimonio de la fe, de una fe más clara y firme, de experimentar un nuevo pueblo… No serán ellos quienes proyectarán y realizarán las transformaciones oportunas para que todo cambie. Solo han de esperar juntos en oración.

Nos hallamos en “la sala superior de la casa”, con el techo abierto al cielo. Como siempre que Dios ha querido provocar un nuevo inicio en la historia, el Espíritu Santo irrumpe en la tierra (María en la Anunciación, Jesús en el Bautismo del Jordán) provocando una auténtica transformación. El Espíritu no se da “en general”, sino a cada uno, el mismo, adquiriendo rostros y maneras diferentes e iguales al mismo tiempo. Los apóstoles están dispuestos en forma de “u”, formando un colegio unido, en cuyo centro se halla María.

La Madre de Dios en Pentecostés. En algunos iconos aparece presidiendo el Colegio Apostólico, incluso sosteniendo en sus rodillas el libro de las Escrituras, como maestra que enseña a sus discípulos los secretos de la Palabra de Dios; en otros no aparece, según dicen porque pensaban que la “llena de gracia” y poseía el Espíritu en plenitud, ya era Iglesia y no necesitaba una nueva efusión del amor de Dios… Preferimos verle formar parte de nuestro pueblo, acompañándonos como referente de la verdadera Iglesia.

En la parte inferior se abre un hueco oscuro en el que vemos un anciano coronado, que porta un paño en sus manos con unos rollos escritos. La Iglesia resplandeciente en Pentecostés tiene a su lado la oscuridad del cosmos, ya anciano, quizá el mundo con sus poderes, que únicamente puede subsistir expectante, como dice San Pablo, esperando la iluminación de la Escritura y la predicación de los apóstoles.

Éstos, los Apóstoles, están en el germen de la Iglesia y son la semilla de una sucesión de continuadores de su misión, como garantes de su vínculo con Cristo y de la unidad del Pueblo de Dios.

Una vez más, se nos dice que la Iglesia nos viene dada, no es obra nuestra, no es fruto de un proyecto humano (bien pensado y planificado), nacido de la buena intención de cambiar el mundo. Recibimos la Iglesia como regalo, es el gran don, la obra del Espíritu, que transforma desde dentro cada uno de sus miembros y a todos hace vivir en comunión de amor de Dios.

El futuro de nuestra Iglesia no será sino un Pentecostés continuamente renovado. Lo hará el Espíritu siempre que encuentre un pueblo expectante y orante, como aquél que con María sostenía una espera activa y confiada.