Fecha: 26 de junio de 2022
El viernes posterior al Corpus Christi celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Se trata de una devoción que arraigó profundamente en el pueblo cristiano (de hecho, en casi todas las iglesias encontramos una imagen del Sagrado Corazón), y que ha producido abundantes frutos de vida cristiana. Contemplando el corazón herido de Cristo, muchos bautizados han descubierto la riqueza, la grandeza y la profundidad de un amor que le llevó a entregar su vida por todos los hombres; se ha despertado en ellos el deseo de vivir cada día con más intensidad en gracia y en amistad con el Señor y de acercarse a los sacramentos de la Iglesia para acoger con gozo la gracia de la salvación. La devoción al corazón abierto del Salvador provocó una revitalización de la vida sacramental en la Iglesia y, con ella, una intensificación de la vida espiritual que dio numerosos frutos de santidad.
Este hecho me lleva a compartir con todos vosotros una preocupación que tengo como obispo y pastor de esta diócesis de Tortosa, aunque soy consciente de que no nos afecta únicamente a nosotros. Mientras que la labor social y caritativa de la Iglesia es socialmente bien valorada y cada día más visible, en lo que se refiere a los sacramentos, nos encontramos en una situación de abandono por parte de muchos bautizados de la vida sacramental: algunos padres que recibieron en su día el bautismo, actualmente ya no lo piden para sus hijos o ya no siembran en su corazón el deseo de recibir al Señor en la Eucaristía; muchos bautizados han abandonado de hecho la participación en la Misa dominical; el sacramento del matrimonio y el proyecto que conlleva de formar una familia cristiana se ha convertido en un hecho extraordinario en nuestra sociedad; la práctica del sacramento de la penitencia es también minoritaria entre los bautizados; el ministerio sacerdotal, con las exigencias de vida que conlleva, no es algo socialmente valorado; incluso muchos cristianos comprometidos los consideran algo secundario en su vivencia de la fe.
Ante este fenómeno que constatamos en la vida de nuestras parroquias, algunos piensan que la solución pasa por un cambio en la doctrina sacramental de la Iglesia para adaptarla a la situación que estamos viviendo. La espiritualidad católica se basa en la convicción de que la vida sacramental constituye la base de la vida espiritual y del compromiso de los cristianos en medio del mundo. Si contemplamos la historia de la Iglesia descubrimos que cuando se ha intensificado la práctica de los sacramentos, ha habido frutos más abundantes de santidad y de caridad; y que cuando se han abandonado o se han considerado como elementos secundarios, la vida eclesial se ha empobrecido.
En la base de este hecho hay una profunda razón teológica: la Iglesia no vive por sí misma. Como dijo el papa san Pablo VI en el Credo del Pueblo de Dios, ella no goza de otra vida más que de la vida de la gracia. Eso significa que las fuentes de la vida sobrenatural que ella está llamada a ofrecer al mundo se encuentran en los sacramentos que nacieron del corazón abierto de Cristo, por lo que, únicamente alimentándonos constantemente en ellos, podemos ser auténticos cristianos. Cuando consideramos nuestras acciones más importantes que la gracia que recibimos del Señor, nuestra vida cristiana languidece y la Iglesia deja de ser testimonio de santidad.