Fecha: 6 de junio de 2021

La pandemia ha puesto en cuestión muchas cosas y ha despertado muchos interrogantes que permanecían soterrados y solo afloraban de vez en cuando, cuando las circunstancias forzaban a hacerlo. Esto ha ocurrido en todos los ámbitos de la vida y, por supuesto, en el terreno de la fe. No lo consideramos una desgracia, sino una oportunidad de sanación, pues lo que está enfermo y oculto acaba pudriéndose y puede llegar a ser mortal.

Uno de esos interrogantes viene planteado a partir del hecho de que el confinamiento nos ha forzado a vivir la fe en casa, prescindiendo de la misa y, en general de la vida de los sacramentos. Los nuevos sistemas de comunicación han facilitado esta vivencia. Son una gran ayuda. Sin embargo esto, que para muchos ha sido un descubrimiento, ha provocado la pregunta: ¡esta experiencia no está mal!, ¿para qué hemos de ir a misa? Y el miedo al contagio, unido a la pereza, precipitan la decisión: “no es tan necesario ir a misa”. Además, ¿por qué los sacramentos?; el perdón, la fe, los compromisos (matrimonio, sacerdocio), ¿no son ante todo algo que ocurre en el corazón, entre cada uno y Dios? ¿No tiene razón la reforma protestante cuando dice que son solo expresión de lo que uno cree, y que por tanto se puede prescindir de ellos? ¿No hay muchas espiritualidades que te hacen vivir la interioridad del corazón, que es lo más importante? “Dios y yo, Dios (o lo que sea ese ser que imagino) y mi interioridad es lo que me da paz…”

Sin embargo la pandemia ha suscitado otro sentimiento contrapuesto: una verdadera ansia del contacto físico. La necesidad del abrazo con la persona amada, con la persona que, seguramente uno podía ver o escuchar cada día por vía telemática. Algo nos pasa que no es suficiente la palabra, ni la imagen “a distancia”… El gesto presencial, el contacto físico, añade verdad al afecto interior. ¡La presencia física, ese sacramento del espíritu!

Por esta vía podemos adivinar algo de lo que Dios sentía dentro de sí, dejándose llevar por su amor al mundo y a la humanidad creada. Él ciertamente podía amar de verdad a todos, pero ¿cómo llegarían los hombres y mujeres a conocerle y amarle con plena verdad, tal como eran, es decir, siendo, no ángeles ni espíritus puros, sino seres de carne y hueso? Y así, decidió tomar carne humana, real e histórica. Desde entonces, Dios, el Dios de Jesucristo, se hace accesible en carne humana.

Parece que Dios sentía algo parecido a la ansia que vive hoy la gente por “el abrazo”, el beso, el darse la mano. Una tradición teológica y espiritual muy antigua llama a la Encarnación “el abrazo de Dios a la humanidad”.

Por eso, aunque nos parece extraño (y los teólogos darían no pocas explicaciones), decimos que existe la carne y el cuerpo de Dios. Así fue en Jesucristo. Y así ocurre entre nosotros cuando, al comulgar, decimos “Amén” a la voz “el Cuerpo de Cristo”. Un “Amén” a tocar y saborear el Cuerpo Eucarístico de Cristo, y también su Cuerpo Místico, que somos la Iglesia, todos los hermanos.

El amor perfecto busca la celebración sensible. En ella se activan todos nuestros sentidos, los corporales, los psicológicos, los espirituales, para recibir y dar, sentirse amado y amar. Y así, decimos que en la liturgia, particularmente en la celebración de la Eucaristía, se realiza el misterio que somos; una comunión visible de hermanos en Cristo.