Fecha: 27 de juny de 2021

Seguimos comprometidos en la defensa de la vida humana. Y hemos reconocido la dificultad que encontramos para entablar un diálogo abierto y sincero con quienes defienden la eutanasia. Como decimos, partimos de conceptos de “dignidad humana, libertad, derechos humanos”, diferentes. Es inevitable en este punto relacionar la cuestión de la eutanasia con la del aborto provocado. En ambos casos hallamos el mismo obstáculo: el diálogo que mantuve con una defensora del aborto provocado llegó a un punto en que ya no podíamos avanzar. Ella tenía muy claro que el derecho a la libertad individual de la madre prevalecía sobre el derecho a vivir del hijo engendrado en su seno.

Otro día fui invitado a un colegio para encontrarme con los alumnos del último curso de bachiller. Entablamos un diálogo libre. Una joven me interpeló diciendo que por qué razón la Iglesia no aceptaba la eutanasia en caso de enfermos terminales y afectados por grandes sufrimientos, si ellos la pedían. Noté, por su vehemencia, que quizá había conocido de cerca algún caso semejante. Por eso comencé respondiendo que yo conocía casos concretos de personas en situación de profundo dolor y abocadas a una muerte cierta. Pero acabé diciendo que, para los cristianos, la vida de una persona vale, es digna de ser vivida, esté en la situación que esté, mientras esa persona pueda amar (independientemente del nivel de conciencia actual). Ella respondió que hay situaciones en que no se puede amar.

Llegamos a un punto en que las concepciones básicas sobre “amor”, “valor y dignidad”, derecho a vivir, sentido de la existencia, etc. iban por caminos diferentes. Creo que era ocasión de testimoniar ante el grupo de jóvenes estos mensajes, que son centrales en nuestra fe. No sé si lo conseguí.

¿Cómo dar a entender que no somos sin más libres, no tenemos simplemente derecho a serlo, sino que “es la Verdad lo que nos hace libres” (Jn 8,31-32).Una Verdad, por cierto, que hay que buscar y que se alcanza tras un seguimiento constante y apasionado…?

La verdad de una persona enferma terminal, afectada por el dolor, para nosotros, es muy distinta de la verdad y el valor que le suele dar una sociedad basada en la utilidad, el rendimiento o la denominada “calidad de vida”. ¿Qué significa “calidad de vida” en boca de un juez, que ha de sentenciar según la ley vigente, o de un sanitario que apunta la posibilidad de la eutanasia, o de un familiar del enfermo, que, en nombre del cariño, autoriza la eutanasia?

No es preciso recordar aquí que la Iglesia no defiende el sufrimiento, sino la aplicación de cuidados paliativos en casos extremos.

El inicio de la vida humana, como su final, están marcados por el desvalimiento. Pero “desvalido”, para el cristiano (y para no pocos inspirados en un sano humanismo) no significa “no-válido” para la vida, sino verdaderamente digno como ser particularmente amado, que requiere la ayuda de quienes todavía “somos válidos”… hasta que Dios quiera.