Fecha: 27 de marzo de 2022

La parábola del Hijo Pródigo es una de las más ricas, liberadoras y elocuentes del Evangelio.

Hoy, en este breve espacio y, situados en el contexto histórico que nos toca vivir, conviene que nos fijemos en un momento significativo del relato.

Concretamente nos centramos en el sufrimiento que ha de soportar el Hijo Pródigo lejos de la casa del padre. ¿Qué significa este sufrimiento?; ¿de dónde viene?; ¿en qué consiste? Haciéndonos eco del lenguaje que estamos utilizando esta Cuaresma, diremos que es su desierto. Pero nos damos cuenta de que este desierto no le ha sobrevenido por un mal destino, sino que es el resultado de su opción libre. Él ha sido su artífice. Pasar hambre, soledad, maltrato, explotación y degradación es un desierto que él sufre, como resultado de la opción adoptada “con todo derecho”, como persona sabia y madura, que reivindica su autonomía frente al padre.

Algunos analistas relacionan el fenómeno de la Parábola con el hecho, que tuvo su origen en la Ilustración, que impregnó la modernidad, tuvo su eclosión en mayo de 68, y que perdura en la postmodernidad… Nos referimos a la denominada “muerte del padre”. La muerte del padre, como actitud y conducta personal y social, significa la negación o el rechazo de todo lo que venga heredado, como si la persona humana se hiciera absolutamente a sí misma, confiando en su poder, reclamando su libertad. Hace unos años se solía hablar de la humanidad, la sociedad justa equitativa e igualitaria; hoy se prefiere decir “persona humana”, que incluye la opción absolutamente libre del individuo.

Recuerdo una imagen que usaba hace años el escritor J. Loew, para explicar la relación del amor – vínculo entre las personas con el amor – vínculo con Dios mismo. Se ve que una tela de araña es una admirable construcción de hilos finos que dibujan un entramado, cuya armonía y proporción sería la envidia de cualquier arquitecto. Pero esta tela armónica se sostiene mediante un hilo casi invisible que desde su centro la sujeta a un punto fijo más alto. El autor explica así que nuestro amor mutuo, con todo lo que aporta de felicidad y paz, pende de este hilo casi invisible que llamamos amor y unión con Dios. La “muerte del padre” sería como cortar el hilo que sostiene la tela de araña. El efecto sería la rotura y la muerte de ese entramado de relación armónica de todos sus hilos.

Desde el Concilio Vaticano II los papas van insistiendo y glosando el principio de que la muerte de Dios significa la muerte del hombre; la desvinculación con Dios provoca la desvinculación de los hombres entre sí.

Las crisis que vivimos hoy en el ámbito de las relaciones entre personas, países, grupos sociales, culturas, forman parte de lo que reconocemos como “nuestros desiertos”. Soledades, enfrentamientos, violencias, marginación… Hemos de reflexionar y preguntarnos si estos sufrimientos no los hemos provocado nosotros mismos, cuando libremente hemos cortado el hilo que sostiene desde arriba el entramado del amor fraterno. En el relato de la parábola, además del reconocimiento de la propia responsabilidad, esa fue la intuición que estimuló al Hijo a iniciar el camino de vuelta.

Por cierto que este camino pasaba por confesar su pecado (“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”) y por soñar, imaginándose una escena familiar: la reunión en torno a la mesa preparada generosamente por el Padre.