Fecha: 10 de septiembre de 2023
Aceptamos como un hecho normal esa reacción algo depresiva que se ve frecuentemente en quienes han de afrontar la vida laboral tras las vacaciones. Igualmente cuando los lunes volvemos a la faena tras el descanso del fin de semana. Pero esta reacción no deja de ser superficial. Como hemos dicho, una de las llamadas que nos hizo Dios al crearnos fue la misión de trabajar. Entre otras cosas estamos hechos para el trabajo. No nos cansaremos de proclamar el valor inmenso del trabajo humano, de la actividad creativa humana en sentido amplio, que los creyentes vemos desde nuestra fe en el Dios creador.
¿De dónde viene esa reacción de disgusto cuando afrontamos el trabajo cotidiano tras el tiempo libre? Hemos afirmado que en el jardín donde nos situó Dios se trabajaba: en la actividad la persona humana se reconocía creadora, desarrollando y cuidando la naturaleza; “se realizaba”, como solemos decir, desplegaba sus facultades y gozaba del mundo transformando y conservando el don recibido, mientras disfrutaba de él alimentándose y contemplando su belleza.
El problema viene de que no estamos en aquel jardín: lo añoramos porque lo hemos perdido. El sudor de la frente se ha adherido al trabajo como una lapa, por lo mismo que el dolor se ha fijado al acto de dar a luz. No estamos en aquel jardín, sino en este mundo, donde las actividades más creativas y luminosas del ser humano, el trabajo y engendrar vida, están afectadas por el sufrimiento, es decir, por la amenaza de frustración y fracaso.
Entró en la actividad humana la terrible ambigüedad. Cultivar la tierra o pastorear el rebaño (Caín y Abel) se ven manchados por la envidia fratricida; la forja del hierro, que facilita instrumentos de trabajo, creará también armas para la venganza y la guerra (Lámec: Gn 4,23-24); la ciudad que hace posible la convivencia y la ayuda mutua, se convierte en lugar de poder arrogante (Babel: Gn 11,4-6).
Esta especie de contradicción aparece constantemente señalada en la Sagrada Escritura cuando trata el trabajo humano: lo bueno, según se utilice, puede convertirse en algo malo. En los libros sapienciales (sobre todo en Proverbios y Sirácida) aparecen grandes elogios de los hombres y las mujeres trabajadoras (por ejemplo Pr 31), sin embargo una de los errores más graves en que caemos lo humanos es dejarse atrapar por el trabajo mismo. En realidad el culpable no es el trabajo, sino una especie de “adicción al poder” que proporciona trabajar. Una adicción que se disfraza de laboriosidad, de eficacia, incluso de servicio… El padre o la madre justifican el tiempo prolongado de ausencia del hogar diciendo a los hijos que “es por vosotros”, por vuestro bienestar… Es verdad que hoy sin el trabajo de los dos padres es muy difícil afrontar los gastos propios de una familia. Pero no es menos verdad que la riqueza obtenida en el trabajo puede convertirse en codicia, que es una idolatría (Col 3,5). Los salmos y los profetas denunciaron “la adoración de la obra de nuestras manos”. Isaías ridiculizaba la persona que cortaba un árbol, tomaba parte de la leña para hacer fuego y cocinar y con el resto de la madera esculpía un ídolo revistiéndolo de bellos y atractivos adornos, para exclamar después: “Sálvame tú que eres mi dios” (Is 41,1ss.)
Esta es una esclavitud que se impone uno mismo como autoengaño. Otras esclavitudes vienen impuestas desde fuera, que hacen inhumano el trabajo.