Fecha: 20 de noviembre de 2022

Una profesora de Religión en un instituto público me preguntó qué podía responder al profesor de filosofía, ateo declarado que intentaba hacer proselitismo de su ideología entre los alumnos, cuando éste le interpeló diciendo que “no necesitaba a Dios ni a la vida eterna para vivir”. Sugerí a la profesora que preguntara al profesor si alguna vez había experimentado el amor concreto (naturalmente, me refería al amor pleno y auténtico). Intenté explicar que en todo amor verdadero hay una exigencia de eternidad y que la muerte no es enemiga de la vida, sino del amor. En cierto modo, también es enemiga de la razón que el filósofo trataba de reivindicar.

Conté una sencilla anécdota, que puede reflejar lo que tantos de nosotros hemos podido vivir. Un profesor, gran intelectual, reflexionaba sobre lo que supuso para él la muerte de su madre. Estaba estudiando en Alemania cuando ocurrió. Cada año anhelaba los dos o tres momentos en que volvía a su pueblo para visitar a su madre. Después de su muerte perdió todo interés en volver al pueblo, aunque todavía tenía familiares a quienes visitar. La madre llenaba de sentido (de luz) una parte esencial de su vida: su ausencia le obligaba a “reformularse”, volver a encontrar su identidad en este mundo.

¿Nos hemos de conformar con el fin de todo lo bueno, verdadero y bello, la muerte de todo lo que amamos?

El profesor sabía muy bien que el Señor le ponía delante el reto de integrar la muerte en su existencia. Podía recurrir a las terapias para superar el duelo, en las cuales se suele formular este principio: “convéncete de que la muerte forma parte de la vida”. Pero el creyente sabe ir más allá: no es que la muerte llame a la puerta, como tantas veces vemos en creaciones artísticas, sino que es el mismo Dios de la vida (el que nos ha llamado a vivir) nos llama través de la muerte.

¿En qué sentido la muerte contiene una llamada, una vocación, de Dios? Deberíamos decir: ¿en qué sentido la muerte es un momento esencial de la gran llamada a la vida? Lo entendemos citando un texto de María Skobtsov, aquella santa ortodoxa rusa, que murió huyendo de la dictadura comunista y, paradójicamente, murió a manos de la dictadura nazi en un campo de concentración:

La guerra es el ala de la muerte que planea sobre el mundo. Y es también al mismo tiempo y para millares de seres humanos, la puerta abierta a la eternidad, el cuestionamiento del orden pequeño burgués, del bienestar y de la estabilidad. La guerra es una llamada. La guerra es lo que nos abre los ojos. Todo depende de nuestra respuesta: Con todo mi ser, con toda mi fe, con toda la fuerza de mi espíritu sé que en este preciso momento Dios mismo visita su mundo. Y este mundo puede recibirle y abrirle su corazón

Donde aquí se dice “la guerra”, podemos entender cualquier crisis que pone en juego la vida humana. Estas crisis, que presenta ante los ojos alguna forma de muerte, son visitas de Dios. Solamente con esto, con mirar serenamente el fin, ya somos iluminados, al menos con el “50 % de la luz”. Son medicina de realismo. El otro 50 % es la gran medicina: ofrecernos su compañía y su amor dentro del sufrimiento.

Para el cristiano la muerte sigue siendo una de las esclavitudes que sufre la humanidad, un muro y una cadena. Pero alguien ha abierto una puerta por la que poder acceder a la libertad. Por ella entra un esplendor, dejando a media luz este mundo, con un brillo suficiente para seguir viviendo sin perder la esperanza.