Fecha: 11 de julio de 2021

El primero de los frutos del Espíritu que san Pablo enumera en la carta a los Gálatas es el amor (Ga 5, 22). En la mente del Apóstol se trata, en primer lugar, del amor a Dios que el Espíritu Santo ha derramado en nuestros corazones (Rm 5, 5) y que constituye el núcleo de la vida cristiana. Todos los demás “frutos” no son más que un despliegue de éste.

Una fe profesada y vivida sin amor a Dios llega a ser una carga insoportable: la oración y la liturgia se convierten en ritualismo y formalismo externo; las exigencias morales se sienten como una ley pesada que mata la alegría que debería sentir el creyente que ha llegado a ser una criatura nueva en Cristo; en lugar de aspirar a crecer cada día en la vida de la gracia, caemos en el peligro de conformamos con un cristianismo de mínimos y, de este modo, la fe va debilitándose día tras día. Para quien no ama a Dios, la mínima exigencia se convierte en una carga pesada.

El Espíritu Santo suscita en el corazón del creyente una dinámica que le lleva a caminar en una dirección radicalmente distinta. Del amor a Dios brotan la oración sincera, el deseo de vivir en gracia cumpliendo su voluntad y el anhelo por alcanzar la vida eterna. La oración se vive como un encuentro con Dios, que nos ha amado hasta el extremo en su Hijo Jesucristo; la ley cristiana tiende a su plenitud porque está vivificada por la caridad; y el creyente siente en su interior un deseo profundo de agradar a Dios, crecer en su amistad y progresar en la santidad. A quien vive en el amor a Dios, siempre le parece poco lo que pueda hacer por Él y está dispuesto a dar todo lo que le pida.

Ese amor a Dios es la fuente del amor al prójimo, que es la primera exigencia de la ley. La fe auténtica es aquella que “actúa por la caridad” (Ga 5, 6). En ella descubrimos la “plenitud de la ley” (Rm 13, 10). Por ello, el creyente que vive según el Espíritu no separa ni opone el amor a Dios y al prójimo. Sabe que cuanto más ame a Dios, su amor hacia los demás será mayor, porque los mirará con el mismo amor del Padre y sentirá que son sus hermanos.

Sin amor a Dios la tristeza invade al creyente. Gracias al Espíritu Santo, que nos hace descubrir la grandeza del seguimiento de Cristo, podemos vivirlo con alegría. Por ello el segundo “fruto” que san Pablo menciona es la alegría (Ga 5, 22), la “alegría de la fe” (Flp 1, 25), que es “alegría en el Señor” (Flp 3, 1), el signo distintivo de una fe auténtica. El papa Francisco comenzaba su exhortación apostólica Evangelii gaudium con estas palabras: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (nº 1). Y en su exhortación Gaudete et exultate nos ha recordado que la alegría, incluso en medio del sufrimiento, es un signo de santidad verdadera.

Que el Espíritu despierte en nosotros el deseo de no conformarnos con una vida cristiana de mínimos y nos conceda el don de vivir alegres en el Señor.