Fecha: 18 de juliol de 2021

Después del amor y la alegría, san Pablo enumera una serie de actitudes que son como su reflejo en la relación con los otros y con uno mismo: “paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia y dominio de sí” (Ga 5, 22-23). En la vivencia de estas actitudes se puede discernir la vida de aquellos que son “conducidos por el Espíritu” (Ga 5, 18), que se contrapone a la de quienes realizan “las obras de la carne”. Quien actúa según la carne y es esclavo de sus deseos pervierte su relación con Dios, entregándose a la “idolatría y a la hechicería”; está sujeto a las pasiones que lo conducen a la “fornicación, la impureza, las borracheras, orgías y cosas por el estilo”; y rompe con los otros porque su egoísmo acaba provocando “enemistades, discordia, envidia, cólera, ambiciones, divisiones, disensiones, rivalidades”(Cf. Ga 5, 19-21).

La vida según el Espíritu, en cambio, se caracteriza por la paz a la que son llamados los cristianos y que consiste, en primer lugar, en una paz con Dios (Rm 5, 1), que lleva a promover la concordia entre los miembros de la Iglesia fortaleciendo la unidad y la comunión. Quienes son conducidos por el Espíritu la buscan y la persiguen, por lo que están llamados a la bienaventuranza prometida a quienes trabajan por ella: “serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9).

La paz se manifiesta en la “paciencia”, que es un fruto del Espíritu que asemeja el corazón de quien lo posee al de Dios. “La paciencia de Dios es nuestra salvación” (2Pe 3, 11), le lleva a no tomar en cuenta las transgresiones de los hombres, a no cansarse de perdonar y de ofrecernos su gracia. La paciencia en las relaciones entre las personas es una propiedad esencial del amor y lleva a la mutua aceptación, al perdón, e incluso a prescindir de las justas exigencias. Es, por ello, inseparable de la afabilidad y la bondad, que son los frutos del Espíritu que la siguen (Ga 5, 22), que expresan una disposición positiva hacia los otros que lleva a ver en ellos lo positivo y se resiste a juzgarlos con severidad.

El Espíritu mueve a la fidelidad. Dios se ha revelado siempre fiel a sus palabras y a su designio de salvación como Alguien que cumple siempre sus promesas. Y porque es fiel, nos podemos fiar de Él. La fidelidad es permanencia en el amor y en la verdad, aunque esto pueda ser contrario a los propios intereses. Quien es fiel inspira confianza. El Espíritu conforma también al creyente con Cristo, que es manso y humilde de corazón, y le empuja a actuar con sencillez y suavidad, a una conducta apacible y pacífica con el prójimo.

La relación consigo mismo de quien se deja guiar por el Espíritu se caracteriza por el dominio de sí en todas las dimensiones de la vida. Este autodominio es la manifestación de la auténtica libertad cristiana, porque quien lo ejercita no está sometido ni a los deseos materiales y corporales, ni a la tentación espiritual de la autoglorificación y del orgullo de quien se siente superior a los demás.

Todos los frutos del Espíritu enumerados por san Pablo expresan actitudes positivas que conducen al bien y son los rasgos característicos de una auténtica existencia cristiana, que nunca se debe caracterizar por la negatividad.