Fecha: 7 de marzo de 2021

El “hoy” de Dios es, pues, el instante presente.

El momento actual, decimos, “es mío”, es mi vida, la que sufro, la que disfruto, sobre la cual decido libremente. Sí es tu momento, también el mío, el nuestro. Pero, igualmente, este momento, y no otro, es el de Dios…

Sin embargo, hemos de reconocer que tantas veces estamos tentados de huir. Especialmente, cuando el momento actual es complejo y está lleno de sufrimiento. No queremos asumirlo y huimos de él con subterfugios. Huídas todas engañosas, seductoras, tranquilizantes, que no curan de verdad.

Hay muchas huídas, que evitan afrontar la realidad presente.

          Negar o dejar a un lado el presente, refugiándose en el pasado. Es la nostalgia y la mitificación de lo que se hizo y se vivió. Igualmente, buscando el refugio en el futuro, donde se descubre la utopía, que conquistaremos si triunfa nuestro ideal y nuestro programa de cambio.

          Otra huída es consolarse con el mero pensamiento. Es decir, elucubrar sobre los culpables de la situación actual, así como sobre las soluciones que “se tendrían que tomar”.

          Otra huída – refugio, particularmente engañosa, es entregarse al activismo. Tener la impresión de que la acción, “hacer muchas cosas”, es realmente hacer algo, cuando en realidad nada cambia en su profundidad.

          En el terreno de la vida religiosa se da también una huída del presente real, que viene disfrazada de un buen hacer. Es la huída a una religiosidad hiperafectiva y sensiblera, que da sensación de descanso y de cumplimiento de lo que Dios pide.

          Hay otras muchas huídas del momento, como el refugio en el placer compensatorio, en el sueño de un triunfo personal, el quedarse en todo lo externo, sin esforzarse en profundizar qué ocurre actualmente en el corazón…

Bien mirado, todas las huídas de la realidad son actos de idolatría.

Los ídolos son construcciones humanas, fruto de nuestras manos: ideologías, construcciones imaginativas, obras, sistemas, sensaciones del “yo”, etc. Pero tienen la particularidad de haber sido elevadas por nosotros a la categoría de cosas absolutas, como si fueran dioses, aquello que buscamos por encima de todo, a lo que todo se subordina, porque es fuente segura de tranquilidad.

Entendemos el primer precepto del Decálogo:

“Soy el Señor tu Dios, que te saqué de la esclavitud. No tendrás otros dioses. Amarás a Dios con todo el corazón” (cf. Lv 20,1-17)

He oído que el monje Evagrio Póntico (siglo IV) advirtió: “El monje que huye de la celda, no solo huye de Dios, sino también de sí mismo”. El gran escriturista alemán, convertido del protestantismo al catolicismo, H. Schlier, escrbió sobre 1Co 10,11:

“Fácilmente no nos damos cuenta de que para nosotros ha llegado ya el fin de los tiempos, es decir, nuestro tiempo es el del fin y ha comenzado el tiempo de Dios. Nos aferramos al pasado y, más aún, al futuro, y no percibimos que ambos están anulados por el presente del tiempo de Dios”

El instante presente no es fácil. Pero en él te quiere Dios, en ese momento Él sigue amándote, porque ese momento forma parte del nuevo tiempo inaugurado por Jesucristo. Ese nuevo tiempo, sin salir todavía de la historia humana, es el definitivo: “ya nada podrá apartarnos del amor de Cristo”. No hemos de huir. Pase lo que pase hoy, en nuestra historia presente, seguirá siendo “el hoy de Dios”.