Fecha: 14 de marzo de 2021

Si se entiende bien eso de la “idolatría” se comprenderá igualmente que la primera tarea para vivir el “hoy de Dios” en verdad y encontrar la salvación es la “desidolatrización” (perdón por la expresión)

Sin duda no encontraremos la paz si no caen por tierra los ídolos.

El primer reto es “darse cuenta” de la amargura en que vivimos bajo el yugo de los ídolos. En el Antiguo Testamento la idolatría era el pecado más grave: era como vivir perpetuamente de una mentira engañosa, una alienación constante, que destruía la persona humana y atentaba contra Dios mismo. Pero los ídolos están vivos hoy. No tienen normalmente formas materiales de animales, monstruos o figuras visibles, pero son absolutamente reales.

El segundo reto es la identificación y reconocimiento de los ídolos concretos que están dominando nuestra vida. Bastaría con una mirada sincera sobre nuestra vida real y preguntarnos, ¿qué es aquello que busco con más ahínco y pasión?, ¿qué es aquello a lo cual subordino todo y considero absolutamente indispensable? ¿Es el bienestar, el poder económico, la propia dignidad, la autoestima, la salud, la imagen y el reconocimiento (afecto) ajeno, el triunfo profesional, el disfrute de la vida? ¿Es en el fondo la libre autorrealización, la satisfacción de todas de todas mis necesidades, como vía de estabilidad y equilibrio y felicidad?…

Se dirá que buscar la satisfacción de todas estas necesidades es legítimo: es lo natural, algo que el propio Dios creador ha puesto en cada uno como motor de crecimiento. Es verdad. Pero también tendremos que reconocer que pueden llegar a ser ídolos que esclavicen a uno mismo y nos hagan amos que esclavicen a los demás. Esto ocurre cuando esta búsqueda – exigencia se eleva a la categoría de lo absoluto, al cual todo (y todos) se ha de subordinar.

El tercer reto es percibir la gravedad del asunto. Aquí no aparece para nada el auténtico amor. El hecho de que esto esté en todos y lo veamos “natural”, es una demostración de la existencia del pecado original en nosotros: esa predisposición que atraviesa nuestra historia hasta el “hoy de Dios”. Porque incluso la vida afectiva, tan buscada y explotada en manifestaciones culturales (literatura, espectáculos, música, artes, etc.) está profundamente marcada por egoísmos, confesados o no.

Por eso lo que suele hacer Dios, y hace “hoy”, en nosotros, para nuestra salvación es despojarnos, vaciarnos, privarnos de ídolos. Un proceso iluminador y salvador, por el que nos percatamos de nuestra pobreza real. Como el desierto del Éxodo, las derrotas de David, el Destierro a Babilonia, el desierto de Jesús, las enfermedades de San Pablo, las crisis y persecuciones de la Iglesia primitiva… y un sinfín de desiertos, fracasos, oscuridades de toda la Iglesia a lo largo de los siglos, hasta nuestros propios desiertos.

Todos ellos devienen iluminadores y liberadores en las manos de Dios. De ellos han vuelto y han ido saliendo renacidos, crecidos, revitalizados, quienes en su sufrimiento recuperaron la relación con el Dios verdadero; el Dios que, acompañándonos, hace vivir, el que sigue vivo también en su “hoy eterno”.