Fecha: 21 de marzo de 2021

Iniciábamos estas reflexiones recordando aquellas palabras de la Carta a los Hebreos, que, citando el Salmo 94(95), nos advertía: “Si escucháis hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón” (Hb 3,7-8).

El endurecimiento del corazón, tanto en momentos de crisis, como en situaciones de éxito y abundancia, impide la escucha de la voz de Dios. Porque Dios sigue hablando ocurra lo que ocurra, en cada momento concreto. Su Palabra siempre es actual, como en un “hoy” continuo. Por eso dirá la Carta a los Hebreos: “Animaos los unos a los otros, cada día, mientras dure “este hoy”, para que ninguno de vosotros se endurezca, engañado por el pecado” (Hb 3,13)

¿Cómo es la voz de Dios?

          Su voz siempre contiene una llamada, una interpelación personal, que nos compromete. Por eso decimos que su palabra siempre es vocación en sentido amplio, siempre es llamada a vivir o a hacer algo.

          Cuando esa voz – llamada busca orientar toda la vida de una persona, entonces decimos que esa es propiamente “la vocación personal”, “aquello a lo que Dios te llama a ser en tu vida”.

          A partir de aquí, se desarrolla la vida a base de pequeñas llamadas, que concretan aquella otra personal de la propia vocación.

Dios habló a San José. Le llamó a una misión absolutamente personal: ejercer la función de padre de Jesús, alimentarle, cuidar de él, en definitiva custodiar el gran Misterio del Verbo hecho Hombre. El corazón de San José, lejos de estar endurecido, escuchó la voz de Dios y permaneció disponible y abierto a todas las vicisitudes y sorpresas que le exigía su misión. Eso es creer y vivir fielmente la propia vocación.

Tradicionalmente San José se ha vinculado a los seminarios. ¿Por qué? San José, diríamos hoy, era un laico, un profesional, un ciudadano, padre de familia. Eso sí, con una vocación del todo especial. Y es por esta vocación por lo que la piedad le ha visto tan próximo al sacerdocio ministerial, a los seminaristas y los sacerdotes. Servir al gran Misterio de Jesús, Dios hecho hombre, para cuidarlo, haciendo posible la verdad de la Encarnación y sea así mostrada a la humanidad…

San José personifica la obediencia, la verdadera obediencia, que ha de acompañar a toda vocación, especialmente a la vocación sacerdotal. Es la obediencia del pobre, que se pone absolutamente disponible, al servicio del misterio.

Algo que no se improvisa. Una virtud que requiere mucho olvido de sí mismo, de las propias necesidades y exigencias, incluidas las más “naturales” y lógicas.

Sobre todo la exigencia de no querer dominar el misterio, la renuncia a “entender todo”, controlar, mandar, planificar todo. ¿No nos ha hecho Dios inteligentes, poderosos, capaces de progresar y transformar el mundo?… Es, quizá, la virtud más necesaria para servir al misterio, que se va realizando en esta historia, en la Iglesia y en el mundo. No fue, no ha de ser en los sacerdotes, una mera renuncia, sino una capacidad para servir realmente, abiertos a lo inesperado, entregados absolutamente, desde la fe, a la providencia amorosa del Padre.

Justamente el Padre que desea acercarse a sus hijos en formas de paternidad humana. Que la humanidad de los seminaristas y sacerdotes se asemeje a la de San José, para que el Misterio se manifieste al mundo.