Fecha: 17 de mayo de 2020

Toda crisis produce un efecto clarificador: pone al descubierto lo que hay de bueno y de malo en cada uno… Cada crisis es como un juicio.

Estamos seguros de que Dios quiere que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2,4) y que Jesús después de Pascua envió a sus discípulos a predicar el Evangelio a todas las gentes, sin distinción de raza, lengua, cultura y nación, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu. Al mismo tiempo hemos de aceptar que no todos, después de conocer el Evangelio, llegan a creer y aceptar formar parte de su Pueblo. Más aún, hay personas que consideran un deber moral combatir contra la fe y el Pueblo de los creyentes, como profetizó el mismo Jesús (cf. Mt 10.16ss.). Entonces, si alguien se pregunta qué ocurre con estas personas, si están o no en el Libro de la vida, ante todo deberá recordar que “solo Dios lo sabe”.

Es una historia que se remonta desde muy atrás. En los salmos encontramos que Dios inscribirá en el “registro de los pueblo” a los paganos, sean de la nación que sean, como “ciudadanos de Sión”, les dará una especie de carta de ciudadanía (Sal 86, 5-6). Sión, para nosotros la Iglesia, será universal, como una madre que engendra hijos humanamente diversos y al mismo tiempo unidos. Pero, siempre pensando en el futuro, este Nuevo Pueblo será purificado, de forma que los falsos profetas, los hijos de la mentira y de las tinieblas, que abusan de sus conciudadanos, deberán ser excluidos (cf. Ez 13,19). Un hecho que nos cuesta admitir (pues la misericordia de Dios es infinita), pero que tendremos que aceptar, al menos como posibilidad, si no queremos considerar la justicia (por ejemplo ante los grandes crímenes contra la humanidad inocente) como algo más que “un género literario”, una manera de hablar, sin repercusión en la realidad.

Según el Antiguo Testamento, el resultado último será un resto, un pueblo purificado, un número de fieles que, gracias a su fidelidad, su justicia y su humildad, serán inscritos “como vivos”, destinados a vivir para siempre (cf. Is 4,3).

Éstos, en consecuencia, serán los verdaderos inscritos en el Libro de la vida, frente a quienes no han hecho más que acosar y abusar del justo y del pobre (cf. Sal 68,39). Los justos ya viven en la tierra como inscritos en ese libro. Seguirán siendo libres y por tanto responsables de su destino, pero, si se mantienen fieles,·sus nombres serán inscritos en el cielo. Es la mayor gloria a la que puede aspirar el ser humano, el motivo más grande de alegría: una alegría más grande que constatar el éxito de la misión (cf. Lc 10,20).

¿Cómo no alegrarse de un Pueblo, cuyos miembros están viviendo ya como ciudadanos del cielo? La mirada larga que proyecta el Libro del Apocalipsis permite seguir viviendo en la tierra sin perder la paz, con ánimo renovado, contagiando esperanza. Porque el destino victorioso de los fieles justos está asegurado (cf. Ap 3,5; 20,13)

Entre los primeros cristianos, decir a alguien “verdaderamente estás inscrito en el Libro de la Vida” sonaba como la mayor felicitación. Era como una bienaventuranza, una declaración gozosa, como las que hizo Jesús en el Sermón de la Montaña. Pero solo Dios, con su mirada de Padre justo y misericordioso (cf. 1Pe 1,17) sabe quién está  inscrito en el Libro. A cada uno corresponde orar con el salmista:

“Anota en tu libro mi vida errante, recoge en tu odre mis lágrimas, Dios mío” (Sal 55, 9)