Fecha: 21 de junio de 2020

Entre los obstáculos que hemos de superar para llevar a cabo la gran tarea de reconstruir la convivencia, la economía, la cultura, después de la pandemia o saliendo simultáneamente de ella, es el miedo.

Hay un miedo que resulta útil para mucha gente. Es conocida la expresión en boca de labradores experimentados: “¡El miedo guarda la viña!”. Sinceramente creemos que no podríamos vivir en sociedad si el miedo no entrara a formar parte de la vida cotidiana. ¿Qué detendría a un violento, a un aprovechado, a un opresor sin escrúpulos, a un malversador, a un mentiroso… si no existiera el miedo a una sanción? ¿Cumpliríamos las normas de tráfico si no tuviéramos miedo a la multa? Somos así de frágiles. Los gobiernos dictatoriales y totalitarios lo saben muy bien.

Otra cosa es el miedo patológico, que paraliza y anula la libertad creadora, el empuje necesario para vivir. Entonces se suelen ofrecer dos vías para superar el miedo: convencerse de que la amenaza no es poderosa o adquirir conciencia de poder, ganar seguridad en uno mismo, en los recursos de poder que se tiene a mano. Aunque esta pandemia ha tirado por tierra muchas seguridades de este tipo y parece que sostenían una falsa estabilidad…

El miedo entra a veces en la experiencia religiosa, cuando se trata con una imagen de un dios más temido que amado. Eso no es cristiano. Si alguna vez determinadas tendencias, enfermizas, incluso mal intencionadas, han utilizado el miedo, mezclándolo con la experiencia religiosa cristiana, han traicionado y abusado de la fe a la que nos llama Jesucristo. Una de las esclavitudes de las que nos ha liberado Jesucristo es la del miedo. “¿Qué podrá apartarnos del amor de Cristo?” (Rm 8,35ss.)

Nos gustaría saber cuántas veces Yahvé se acerca a algún elegido (por ejemplo, un profeta; o la Virgen María) y le saluda con la expresión “no tengas miedo” y cuántas dice lo mismo a discípulos antes y después de la Resurrección, “no temáis, soy yo”.

Es más, el autor de la Carta a los Hebreos señala como la característica distintiva de la Nueva Alianza inaugurada por Cristo el hecho de que en ella Dios no se revela como en el Sinaí, con fuego ardiente, oscuridad, huracán, etc. y amenazas de muerte a quien tocara el monte… (cf. Hb 12,18-26), solo una brisa suave puede denotar la presencia de Yahvé. Y en la Primera Carta de San Juan se nos dice: “No cabe el temor en el amor: antes bien, el amor pleno expulsa el temor, quien teme no ha alcanzado la plenitud del amor” (4,18).

Ciertamente existe la virtud del “temor de Dios”. Es uno de los dones del Espíritu Santo. Y muy importante, por cierto. La virtud del temor de Dios es aquella actitud y vida de saber situarse delante del Dios, Padre de Jesucristo y nuestro, que nos permite evitar “poner a Dios a nuestro servicio”, como si fuera el padre paternalista y consentidor que parece ser el sirviente de su hijo tirano; o evitar proyectar sobre Él nuestras ideas”. Por el contrario, el temor de Dios nos dice que somos nosotros quienes hemos de escucharle, hacer lo que nos pide par nuestro bien.

La oración paradigmática, que nos enseñó Jesucristo, el Padre Nuestro, es la máxima expresión del amor – temor de Dios. Es la oración de los hijos libres, frente a la oración de los esclavos sometidos al miedo.

Es esta libertad en el fondo y en el horizonte la que nos permite vivir cada día sin miedo a nada ni a nadie. Es un don inmenso que hemos de pedir al Espíritu.