Fecha: 6 de febrero de 2022

Estimados y estimadas, hoy, 6 de febrero, el santoral hace memoria de san Pablo Miki y compañeros, los primeros mártires de Japón. El Evangelio llegó por primera vez a Japón gracias a san Francisco Javier y un pequeño grupo de jesuitas. Se constituyeron comunidades cristianas dirigidas tan sólo por laicos, en diversas regiones del país, adoptando como modelo la llamada «Cofradía de la Misericordia», de origen portugués, dedicándose especialmente al servicio de pobres y enfermos. Aparte de las visitas periódicas de los misioneros, la Iglesia era llevada por los mismos laicos. A finales del siglo XVI, el número de cristianos había llegado a 220.000, con tan sólo 40 sacerdotes, casi todos ellos misioneros jesuitas. Pero también entonces empezaron las persecuciones y se expulsaron a todos los misioneros. En febrero de 1597 veintiséis cristianos, entre ellos san Pablo Miki, fueron martirizados. Las comunidades cristianas pasaron a la clandestinidad, quedándose sin sacerdotes durante 250 años. ¿Cómo sobrevivieron muchas de ellas? Pues por tres motivos o razones fundamentales:

  1. Por la llamada «Cofradía de la Misericordia»: La ayuda mutua y la vivencia de la fraternidad cristiana se convirtió en vital. Escondidos como tales, en medio de sus más variadas ocupaciones, los responsables laicos celebraban los bautismos y trasmitían las enseñanzas del Evangelio a los miembros de sus comunidades, cuidando especialmente de pobres y enfermos.
  2. Por la llamada «profecía del catequista Sebastián», que les proporcionó la esperanza de un retorno de sacerdotes. Sebastián, un catequista martirizado en 1660, profetizó que «al cabo de siete generaciones llegaría una nave negra que traería de nuevo a algunos sacerdotes y que, entonces, los creyentes podrían confesarse, incluso cada semana».
  3. Por el acto de contrición y la oración. Ante la imposibilidad de confesarse por la escasez de sacerdotes, los propios misioneros habían explicado la doctrina eclesial común del acto de «contrición perfecta», es decir, que la reconciliación con Dios se puede obtener con una verdadera contricción, mientras se espera la oportunidad de confesarse. Más tarde, al carecer totalmente de sacerdotes, compusieron una oración que imploraba el arrepentimiento sincero de las faltas, estableciéndose la práctica de recitarla diariamente. La rezaban con la esperanza de que en un futuro ya llegarían sacerdotes. No perdieron la convicción de que la Iglesia, al cabo de un tiempo, volvería a revivir.

En 1858 Japón empezó a dejar entrar a extranjeros, lo que posibilitó la llegada de algunos misioneros. Al saberlo, estos cristianos escondidos, no sin dificultades, empezaron a darse a conocer. Al poco tiempo se encontraron con una cifra cercana a las veinte mil personas. El primer encuentro con un sacerdote católico tuvo lugar en Nagasaki el 17 de marzo de 1865. Allí 13 personas de estos grupos, con mucho miedo, se encontraron con el P. Bernard Petitjean, misionero llegado hacía poco, haciéndole tres preguntas: «¿Es usted soltero y sin hijos?, ¿su jefe se encuentra en Roma?, ¿tiene una imagen de la Virgen María?». Ante las respuestas afirmativas del sacerdote, respondieron: «Pues usted y nosotros tenemos la misma fe». ¡Entonces, la Iglesia descubrió que habían mantenido el rito del bautismo y de los años litúrgicos sin sacerdotes durante casi 250 años! El informe sorprendió al mundo cristiano y el propio Pío IX calificó aquella historia como «el milagro de Oriente».

Que el recuerdo de estos cristianos estimule a nuestras comunidades a tener una sólida fe alimentada por la oración sincera, y una espléndida fraternidad eclesial que se despliegue especialmente hacia los pobres y enfermos. Si conseguimos estos objetivos, los sacerdotes que tenemos serán más que suficientes y nuestras comunidades serán indestructibles.

Vuestro,