Fecha: 21 de enero de 2024

Estimadas y estimados, «Padre nuestro, que estás en el cielo». Con estas palabras iniciamos la plegaria del Padrenuestro, y son estas mismas palabras las que indican la pauta desde donde pronunciarla.

Es significativo, en efecto, que la primera palabra que sale de nuestros labios sea «padre», porque esto indica que solo podemos rogar desde nuestra condición de hijos e hijas de Dios. Aun así, la filiación divina no es una experiencia que podamos conocer desde nosotros mismos; es Jesús quién nos muestra los sentimientos del Hijo, como un niño que confía absolutamente en el amor de su padre. Un Jesús que no tiene ningún pudor de mostrarse continuamente sediento de la voluntad divina, agradecido del amor inmenso con que se siente amado: «Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco» (Mc 1,11).

Para pronunciar el Padrenuestro, pues, hemos de sentirnos hijos e hijas en el Hijo amado: «Y sabemos que somos hijos porque Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abbà, ¡Padre!» (Ga 4,6). Abandonémonos confiadamente y reposemos en los brazos de Aquel que no puede dejar de amar. Cómo dice el Papa Francisco: «¿es posible que tú, o Dios, solo conozcáis el amor? ¿No conocéis el odio? No —respondería Dios—, yo solo conozco el amor».

Precisamente este amor nos hace entender que no podemos pronunciar la palabra «padre» sin el posesivo que le corresponde: «nuestro». Fijémonos en la contradicción que supondría dirigirnos a Dios Amor sin ser conscientes de que una plegaria así exige una verdadera comunión de los unos con los otros. Tal como vayamos profundizando en esta hora eclesial, Jesús nos aleja de todo individualismo y autosuficiencia y nos indica que esta filiación ha de vivirse desde la comunión y la sinodalidad, desde el compromiso y la solidaridad.

Como hijos pequeños que no tienen miedo de mostrar sus deseos, nos atrevemos ahora a pedir muchas cosas a nuestro Padre Dios. La primera petición hace referencia a la santificación de su nombre. Es una súplica sorprendente, porque Dios no necesita que roguemos por su santidad. ¿Qué le estamos pidiendo, pues? En el mundo bíblico, la santidad de Dios está relacionada con el cielo donde Él habita, que, como sabemos, no es un lugar físico, sino espiritual; el lugar desde donde Dios reina sin oposición de ningún tipo, lejos de la acometida de la división y del pecado. Dios pide a Israel que sea santo como Él es santo, no porque se separe de los problemas reales de los seres humanos, sino para que haga de la tierra un lugar donde Dios se pueda manifestar.

La donación absoluta de Jesús por amor a la humanidad cumple plena y sobradamente el llamamiento a la santidad. El Maestro de Nazaret nos introduce en la dinámica de Dios y nos regala de una vez por todas la entrada en su Reino.

Y entonces, ¿qué debemos hacer nosotros? Ser conscientes de que todo lo que hacemos, decimos y pensamos tiene que estar empapado únicamente de la vida divina, regalada en el bautismo. Santificar su nombre significa tomar conciencia de quién somos y perseverar en esta nuestra identidad. Fuera de esto el nombre de Dios no puede ser santificado. Él nos necesita para ser amado y conocido por todas partes.

Vuestro,