Fecha: 3 de marzo de 2024

Estimadas y estimados, «Y líbranos del mal». Llegamos a la última petición del Padrenuestro: el clamor de las hijas e hijos que imploran la protección de su Padre ante las necesidades.

Liberar es una de las acciones más características del Dios de Abrahan, de Isaac y de Jacob. Podríamos decir que el pueblo de Israel conoce y reconoce la presencia divina a través de gestas liberadoras que tienen como punto de arranque la salida de Egipto. A lo largo de la historia, el pueblo escogido tropieza con peligros, con seducciones que lo quieren distraer del camino, con debilidades personales y colectivas que lo hunden en el egoísmo y la idolatría. Y solo cuando Israel se siente herido e indefenso, es cuando vuelve su mirada hacia Dios suplicando su intervención: «Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias; el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos» (Sl 34,18-19).

La salvación definitiva y plena llega a través de Jesucristo, el Hijo encarnado. Esta es su identidad y misión: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). La buena noticia es que Jesús nos ha salvado, pero creer esto no quiere decir tener una visión simplista de las cosas. Tristemente seguimos constatando el mal por todas partes: guerras, injusticias, pobreza, vulnerabilidad, divisiones.

Y, a pesar de todo esto, continuamos rezando el Padrenuestro y, quizás más deseosos que nunca, seguimos pidiendo al Padre que intervenga a favor de toda la humanidad. Por eso, como dice el Papa Francisco: «Si no existieran los últimos versículos del «Padre Nuestro», ¿cómo podrían rezar los pecadores, los perseguidos, los desesperados, los moribundos? La última petición es precisamente la petición de nosotros cuando estaremos en el límite, siempre».

La Iglesia está llamada a ser signo de salvación, no para que esté más allá del mal, ni para que tenga una receta mágica para combatirlo, sino simplemente porque se le ha revelado el secreto del Reino, a saber: el mal no se puede combatir con el mal, quedando presos en una espiral sin fin, sino únicamente con el bien. Jesús mismo nos da la clave a través de la paradoja del árbol de la cruz: dando su vida por amor vence definitivamente al pecado y a la muerte.

En la fuerza rompedora de Pascua, el dolor se convierte en alegría, el egoísmo en solidaridad, el odio en amor, la división en comunión, el mal en bien. Todos nosotros, cristianos, tenemos que ser testigos de la revolución de la Pascua, porque creemos en la victoria definitiva del amor de Dios contra todas las fuerzas que esclavizan y ahogan las aspiraciones más auténticas de libertad y dignidad humanas.

Acabamos aquí nuestro comentario al Padrenuestro, dejando resonar un Amén firme y confiado. Digámosle a Jesús que sí, que nos creemos todo lo que nos ha enseñado, que nos comprometemos a vivir según el designio del Padre, y que queremos comunicar su proyecto, con alegría y convicción, en cualquier lugar en que nos hallemos.

Vuestro,