Fecha: 18 de julio de 2021

Lo que sucedió al poeta Dante Alighieri, tal como observamos sobre todo en la Divina Comedia, fue un modelo de “el valor humano de lo divino” o, si se quiere, “el valor divino de lo humano”.

No es un juego de palabras. Esta es una manera de expresar algo que creemos los cristianos y sostenemos como verdad fundamental. Es la primera consecuencia de nuestra fe en la realidad de la Encarnación, el Dios hecho hombre en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Esto para nosotros es tan importante, que uno no puede gozar de lo humano, como por ejemplo del disfrute de unas vacaciones realmente enriquecedoras, olvidando que toda plenitud humana tiene su sentido y su culmen en la belleza de Dios (en su verdad y en su bien).

Así, Dante fue un apasionado buscador del amor cada vez más perfecto y puro. Su punto de partida fue de su experiencia humana de enamoramiento de Beatriz. Le guiaba la convicción de que en ello se jugaba la plena felicidad. El amor, tal como había aprendido de su formación teológica (san Agustín y santo Tomás), era el disfrute de la Belleza, bien entendido que ésta, la auténtica Belleza, no se podía dar, sino acompañada por la suprema Verdad y el perfecto Bien. Esto explica todas las búsquedas humanas, sus aciertos y errores (Infierno, Purgatorio y Paraíso). El último canto, el Paraíso, finaliza en “la luz interminable que es Dios mismo, la luz que es al mismo tiempo Amor, que mueve el sol y las otras estrellas”, evocando el testimonio de los santos y elevando una oración a la Virgen María.

Ciertamente la biografía de Dante fue todo menos un camino de rosas y un dechado de virtud. Como leemos en la Carta del Papa,

“La decepción profunda por la caída de susidealespolíticos y civiles, junto con la dolorosa peregrinación de una ciudad a otra en busca de refugio y apoyo, no son ajenos a su obra literaria y poética, sino que constituyensuraízesencial y sumotivación de fondo”

Pero eso no niega que sus convicciones fundamentales, su sentido de vida, su forma de orientar la existencia, su creatividad humana, todo fuera una búsqueda de lo humano en Dios y de Dios en lo humano. Su fe le permitía, en primer lugar, descubrir el deseo de felicidad, la búsqueda de luz en todo ser humano, fuera la que fuera la situación que se viviera. Lo que diríamos, la huella de Dios en todos y cada uno de los corazones.

Su fe le permitía, además, discernir lo que no conduce a esta plenitud; por tanto, no ceder a lo que consideraba injusto, engañoso, indigno del ser humano. Al contrario, según él, esa fe se debía traducir en estimulo a seguir buscando, vivir más profundamente, confiar en el valor y la verdad del camino emprendido.

Así mismo, su fe le permitía hallar lo que hoy diríamos su propia vocación en la vida; es decir, el servicio que debía ofrecer a la Iglesia y al mundo desde el don (el carisma) que había recibido. Más allá de su tarea política, mas allá incluso de su profesión “oficial” (farmacia, medicina), entiende que ha de llegar a ser profeta de esperanza mediante la poesía. Todo puede decepcionar, pero está convencido de la verdad, la realidad, del amor perfecto, que nos viene ofrecido por la obra redentora de Cristo y que alcanzará su plena realización en el Paraíso. Una verdad que debía ser proclamada mediante la belleza de las palabras.