Fecha: 25 de julio de 2021

De la mano de Dante Alighieri, ayudados por la sugerencia que nos hace el papa Francisco en su carta “Candor Lucis Aeternae”, vamos descubriendo que desde la fe cristiana lo humano es reafirmado en su auténtico valor. Pero no solo eso, sino que lo humano es llevado a su plenitud.

El poeta nos lleva al Paraíso.

El Paraíso, el cielo, es considerado a veces como el lugar de Dios y por tanto, se suele decir, el lugar donde lo humano no cuenta, como si la persona humana se disolviera en Dios. Es todo lo contrario. El Paraíso de la Divina Comedia es el estado en el que la persona humana es plenamente ella misma.

Por un lado, todo lo humano que realizamos aquí en la tierra, las opciones que hacemos cada día en el ejercicio de nuestra libertad, tiene, para el creyente, una dimensión eterna. Si estas opciones libres están hechas según verdad; si, como hemos visto en Dante, responden a una búsqueda de la felicidad, obrando el bien y gozando de la belleza, entonces podemos pensar que la libertad humana es uno de los mayores dones que hemos recibido de Dios creador. Dice la Carta del Papa:

Incluso los gestos cotidianos y aparentemente insignificantes tienen un alcance que va más allá del tiempo, se proyectan en la dimensión eterna. El mayor don que Dios ha dado al hombre para que pueda alcanzar su destino final es precisamente la libertad, como afirma Beatriz: «El mayor don que Dios, en su liberalidad, / nos hizo al crearnos, el que está con la bondad / más conforme y el que más estima, / fue el del libre albedrío» (Paraíso V, 19-22)

Por otro lado, todo lo que es verdaderamente humano se halla en el Paraíso lleno de luz y de gloria. Esto es lo más importante. Dante no tiene ningún reparo en afirmar que los bienaventurados viven en el cielo “con sus propios cuerpos». Esto no nos debe extrañar. El cuerpo humano de Cristo resucitado era real. San Pablo nos dice que seremos resucitados con un cuerpo glorioso como el suyo.

De ahí que la carta del Papa afirme:

La humanidad, en su realidad concreta, con los gestos y las palabras cotidianas, con su inteligencia y sus afectos, con el cuerpo y las emociones, es elevada a Dios, en quien encuentra la verdadera felicidad y la realización plena y última, meta de todo su camino.

Este es uno de los fundamentos de la dignidad humana, según nuestra fe. El cuerpo físico, con sus capacidades, sano o enfermo, y sus debilidades; nuestra psicología, emociones, sentimientos, temperamento, carácter, nuestra inteligencia y nuestros afectos estarán en el Paraíso. No estarán anulados, pero sí transformados.

¿Qué significa esta transformación? Muchos han intentado ponerle un nombre: divinización, transfiguración, glorificación… San Juan dice claramente que “aún no se nos ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,2).

Ser semejantes a Dios no significa ser menos humano. Recordemos que fuimos creados a su imagen y semejanza. El Paraíso es la recuperación de la semejanza con Dios, como decían los Santos Padres. Si alguien quisiera averiguar qué humanidad “se parece a Dios» no tiene más que mirar a Jesús de Nazaret, que es el mismo Dios con rostro plenamente humano. Es ciertamente la plenitud humana.