Fecha: 18 de junio de 2023

Estimadas y estimados, estoy preocupado por un buen amigo de hace muchos años. Fue un hombre de fe. Habíamos conversado a menudo sobre la vida y la muerte, sobre los hombres y sobre Dios. No le daba miedo morir. De repente, ¡se puso grave! Y los hijos, llevados por el cariño que le tenían, me mandaron no decirle nada, esperar… Creo que se equivocaron y que no tenían derecho. Quizás antes, los curas dedicábamos más tiempo en hacer morir bien a la gente, que en hacerles vivir cristianamente. Pero la Iglesia tiene un sacramento adecuado a cada circunstancia: el bautismo para empezar la vida, la penitencia para perdonar los pecados, el matrimonio para bendecir el amor…, y para cuando enfermamos seriamente, la unción de los enfermos y el viático.

Ahora dejamos morir a la gente demasiado sola. El mundo moderno quiere escamotearnos la muerte. No se muere en casa, sino en hospitales o en los sociosanitarios, rodeados de medios técnicos y de buenos profesionales. Lo más importante es que el enfermo no se dé cuenta de que se muere y, después, que los entierros no estorben la tranquilidad de los vivos y el tráfico de las ciudades. Todo esto nos deshumaniza.

Morirse es cumplir uno de los actos más importantes de la existencia humana. El hombre debe mirar a la muerte con serenidad y no podemos robarle el derecho de vivir su muerte. La persona que muere no se evapora: es una despedida, un viaje que hay que preparar. Para los cristianos es también un nacimiento, un alumbramiento, un momento fuerte de esperanza. Es cierto que no es bueno atemorizar a la gente, que debemos ser realistas, aligerando las molestias y respetando el dolor y la intimidad de la familia. Pero lo primero ha de ser el respeto a la persona y a la fe del enfermo. Tenemos derecho a recibir la unción de los enfermos al principio de una enfermedad importante, y a recibir el viático, que es fuerza para el viaje. Tenemos derecho a que una mano amiga sostenga la nuestra y, si es posible que se cree un clima de compañía y de oración serena y confiada a nuestro alrededor. Tenemos derecho a no morir solos.

No quiero intranquilizar a nadie. No describo la muerte de los justos, sino que expreso un deseo. Sé que se muere de accidente, de repente, y conozco muertes de personas buenas en las que no se puede hacer referencia a la fe, que no existe o es muy escasa. Comprendo y respeto estas situaciones. La salvación no depende de la forma en la que se muere, sino de la bondad de un Dios que es Padre para todos, que es «compasivo y benigno, lento para el castigo, fiel en el amor». ¡Sólo quiero afirmar el derecho que tenemos, también hoy, de morir acompañados de los sacramentos de la Iglesia! Tras la muerte viene la angustia de la separación. Pero a la fe le corresponde un tipo de exequias muy diferente de los honores funerarios civiles y de los ritos paganos. Dolor y sentimiento sí, como todo el mundo; pero sin desolación, pánico o agobio. Siempre hace sufrir una despedida por un tiempo largo, pero domina la esperanza y el tono de fiesta. El centro de la liturgia exequial no es la muerte, sino la vida. Una vida nueva que empieza por la fuerza de la victoria de Jesús resucitado. No es un adiós, sino sólo un “hasta luego”. Los viajes se preparan, sobre todo si son importantes. Es normal que parientes y amigos nos acompañen a la estación o al aeropuerto. Algo parecido debe ocurrir cuando se trata del último viaje, el que tendremos que hacer todos.

Vuestro,