Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El lunes regresé de Mongolia. Quisiera expresar reconocimiento a cuantos han acompañado mi visita con la oración y renovar la gratitud a las autoridades, que me han acogido solemnemente: en particular al señor presidente Khürelsükh, y también al ex presidente Enkhbayar, que me había entregado la invitación oficial para visitar el país. Pienso con alegría en la Iglesia local y en el pueblo mongol: un pueblo noble y sabio, que me ha demostrado tanta cordialidad y afecto. Hoy me gustaría llevaros al corazón de este viaje.

Se podría preguntar: ¿por qué el Papa va tan lejos a visitar un pequeño rebaño de fieles? Porque es precisamente ahí, lejos de los focos, que a menudo se encuentran los signos de la presencia de Dios, el cual no mira a las apariencias, sino al corazón como hemos escuchado en el pasaje del profeta Samuel (cf. 1 Sam 16,7). El Señor no busca el centro del escenario, sino el corazón sencillo de quien lo desea y lo ama sin aparentar, sin querer destacar por encima de los demás. Y yo he tenido la gracia de encontrar en Mongolia una Iglesia humilde pero una Iglesia feliz, que está en el corazón de Dios, y puedo testimoniaros su alegría al encontrarse por algunos días también en el centro de la Iglesia.

Esta comunidad tiene una historia conmovedora. Surgió, por gracia de Dios, del celo apostólico —sobre el que estamos reflexionando en este periodo— de algunos misioneros que, apasionados por el Evangelio, hace unos treinta años, fueron a ese país que no conocían. Aprendieron la lengua —que no es fácil— y, aun viniendo de naciones diferentes, dieron vida a una comunidad unida y verdaderamente católica. De hecho, este es el sentido de la palabra católico, que significa ‘universal’. Pero no se trata de una universalidad que homologa, sino de una universalidad que se incultura, es una universalidad que se incultura. Esta es la catolicidad: una universalidad encarnada, inculturada que acoge el bien ahí donde vive y sirve a la gente con la que vive. Es así cómo vive la Iglesia: testimoniando el amor de Jesús con mansedumbre, con la vida antes que con las palabras, feliz por sus verdaderas riquezas: el servicio del Señor y de los hermanos.

Así nació esa joven Iglesia: a raíz de la caridad, que es el mejor testimonio de la fe. Al final de mi visita tuve la alegría de bendecir e inaugurar la “Casa de la misericordia”, primera obra caritativa surgida en Mongolia como expresión de todos los componentes de la Iglesia local. Una casa que es la tarjeta de visita de esos cristianos, pero que recuerda a cada una de nuestras comunidades ser casa de la misericordia: es decir lugar abierto, lugar acogedor, donde las miserias de cada uno puedan entrar sin vergüenza en contacto con la misericordia de Dios que levanta y sana. Este es el testimonio de la Iglesia mongola, con misioneros de varios países que se sienten una sola cosa con el pueblo, felices de servirlo y de descubrir las bellezas que ya hay. Porque estos misioneros no fueron allí a hacer proselitismo, esto no es evangélico, fueron allí a vivir como el pueblo mongol, a hablar su lengua, la lengua de la gente, a tomar los valores de ese pueblo y predicar el Evangelio en estilo mongol, con las palabras mongolas. Fueron y se inculturaron: han tomado la cultura mongola para anunciar en esa cultura el Evangelio.

Yo he podido descubrir un poco de esta belleza, también conociendo algunas personas, escuchando sus historias, apreciando su búsqueda religiosa. En este sentido, estoy agradecido por el encuentro interreligioso y ecuménico del domingo pasado. Mongolia tiene una gran tradición budista, con muchas personas que en el silencio viven su religiosidad de forma sincera y radical, a través del altruismo y la lucha a las propias pasiones. Pensemos en cuántas semillas de bien, desde lo escondido, hacen brotar el jardín del mundo, ¡mientras habitualmente escuchamos hablar solo del ruido de los árboles que caen! Y a la gente, también a nosotros, nos gusta el escándalo: “¡Pero mira qué barbaridad, ha caído un árbol, el ruido que ha hecho!” “¿Pero tú no ves el bosque que crece todos los días?”, porque el crecimiento es en silencio. Es crucial saber ver y reconocer el bien. A menudo, sin embargo, apreciamos a los otros solo en la medida en la que corresponden a nuestras ideas, sin embargo, debemos ver ese bien. Y por eso es importante, como hace el pueblo mongol, orientar la mirada hacia lo alto, hacia la luz del bien. Solo de esta manera, a partir del reconocimiento del bien, se construye el futuro común; solo valorando al otro se le ayuda a mejorar.

He estado en el corazón de Asia y me ha hecho bien. Hace bien entrar en diálogo con ese gran continente, acoger los mensajes, conocer la sabiduría, la forma de mirar las cosas, de abrazar el tiempo y el espacio. Me ha hecho bien encontrar al pueblo mongol, que custodia las raíces y las tradiciones, respeta a los ancianos y vive en armonía con el ambiente: es un pueblo que mira al cielo y siente la respiración de la creación. Pensando en las extensiones ilimitadas y silenciosas de Mongolia, dejémonos estimular por la necesidad de ampliar los confines de nuestra mirada, por favor: ampliar los confines, mirar amplio y alto, mirar y no caer prisioneros de las pequeñeces, ampliar los confines de nuestra mirada, para poder ver el bien que existe en los demás y poder ampliar nuestros horizontes y también dilatar el propio corazón para entender, para estar cerca de cada persona y cada civilización.

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