Fecha: 3 de mayo de 2020

Recitamos en el Credo que Jesús vivió, murió y resucitó “por nosotros y por nuestra salvación”. Es una manera de proclamar una verdad fundamental, a saber, que toda su existencia no tuvo más sentido y finalidad que lograr el gran beneficio a toda la humanidad, la salvación de todos. Toda su existencia fue un vivir “para los otros”. Es lo que significa “amar” de verdad.

En concreto, si hoy le vemos resucitado, es porque su resurrección hace posible la nuestra. Por eso, cada vez que, según narran los Evangelios, se aparece a sus discípulos el diálogo acaba en una misión: “id y proclamad, id y decid, os envío, id y proclamad…”. Siempre “soñó” con ese momento, el envío de sus discípulos al mundo; es la conclusión del ciclo de su vida aquí en la tierra.

En tiempo pascual decimos: Jesús busca a cada uno invitándole a la fe y que así resucite con Él. Pero esto no podrá ser nunca un fenómeno individual: cada encuentro con el Resucitado, cada acto de fe en Él, incluye una misión. ¿Qué misión? Esencialmente una única misión: llevar adelante una existencia como la suya, es decir, vivir “por y para los otros”. Es como nos dijera: “¿ves cómo he vivido, ves cómo he amado?, ahora has de hacer lo mismo”. Quien cree en Jesucristo resucitado inicia una vida con Él y como Él.

Todo encuentro con el Resucitado lleva incluida una llamada fundamental a vivir su mismo amor y sus mismas maneras de amar. Denominamos a esto “la vocación fundamental”. Es esa vocación que nos lleva a preguntarnos: “¿dónde y cómo amaré como Él? ¿Dónde y cómo daré vida, la vida de resucitado, la vida que he recibido de Él, o sea, dónde y cómo entregaré mi vida como hizo Él?”.

Estas preguntas, que surgen del encuentro con el Resucitado, necesitan concreción. Porque, si bien se han de formular y responder en elinterior, no pueden quedar en esa vivencia íntima, por muy necesaria que sea, sino que piden respuestas visibles y concretas. Así fue en su vida, en la de sus discípulos de primera hora y en las vidas de todos los que se encontraron con Él y le siguieron fielmente, es decir, los santos.

Responder a estas preguntas significa hallar la propia vocación, la vocación especial y concreta de la vida personal.

En este punto hemos de advertir que el hallazgo de esa vocación personal y concreta no llegará a ser verdadera si, de una forma u otra, si en el proceso de búsqueda no ha habido el momento decisivo del encuentro con el Resucitado. ¿Puede ser auténtica una vocación cristiana que no se haya preguntado dónde y cómo llevar el anuncio de la Resurrección? ¿Cómo colaborar en la “resurrección del mundo” según el designio de Dios? Si mi vocación en definitiva es dar la vida como hizo Cristo, ¿cómo y dónde me entregaré, para que el mundo viva?…

Parece que estas preguntas pertenecen a las vocaciones denominadas “de especial consagración” (religiosos, consagrados en el mudo, sacerdotes, diáconos, etc.) Es cierto, pero no pueden faltar en todo bautizado. Porque nacen del propio encuentro con Jesús resucitado, experiencia que está en la base de la fe y del bautismo.

Hace falta una cierta valentía para cuestionarse la existencia personal ante Jesús resucitado después de conocer su vida y su muerte. Pero es la única manera de acertar a aquella interpelación que recibieron los Apóstoles por la gente; “Entonces, hermanos, qué hemos de hacer? (Hch 2,37-38) Cumplamos con nuestra vocación.