Fecha: 17 de julio de 2022

Cuando decimos que desde la fe cristiana somos llamados a “gozar de la belleza que nos viene regalada” en la creación, estamos suponiendo muchas verdades, sin las cuales esa bella y deseable actitud no sería posible.

Así, entre otros supuestos:

       Tendremos que admitir que la creación no es obra nuestra, sino “de otro” más poderoso.

       Así mismo afirmaremos que lo creado, aun siendo tan admirablemente perfecto, no es ese ser poderoso (no es dios).

       Igualmente, diremos que ese creador ha realizado su obra sintiendo amor generoso hacia nosotros, tanto como para regalarnos un jardín para vivir (cf. Gn 2,

       Finalmente sabremos que existir en medio del mundo creado, para nosotros, es ocasión de diálogo de amor con ese ser que nos regala un don tan grande y hermoso.

La naturaleza es tan admirable que muchas religiones la convirtieron en dios, o pensaron que era dios alguno de sus elementos más poderosos, como el sol, el viento, la tierra, el fuego, determinados animales, etc. Así adoraban, ofrecían sacrificios, oraban a estos elementos para obtener sus favores, tenerlos a favor o participar de su poder.

(Hoy nos sorprende que se vuelva a la práctica de estos ritos, como manifestaciones de respeto y amor a la naturaleza, frente al dominio y explotación de nuestra civilización occidental).

Somos herederos de aquella actitud tan arraigada en la tradición judía. Por un lado, de lucha contra la idolatría, fuente de engaño y esclavitud (recordamos la ironía de los salmos: “tienen orejas y no oyen, tienen ojos y no ven, tienen boca y no hablan…” Sal 115,3ss.); por otro lado, de admiración, alabanza y cántico a la admirable belleza de todo lo creado (“Dios mío, qué grande eres… envías tu aliento y los creas y repueblas la faz de la tierra” Sal 104). Creemos, además, que la razón, nuestras capacidades de conocimiento, incluido el conocimiento científico, forma parte de aquel inmenso regalo que hemos recibido en la creación. Y así, creemos que nuestra razón puede ir descubriendo los secretos de esas fuerzas poderosas, divinizadas por algunos. Incluso creemos que en gran medida podemos controlarlas y usarlas el servicio de la humanidad. Esta convicción fundamental, incorporada a la cultura, hizo posible el desarrollo y el progreso, del que disfrutamos hoy.

Para nosotros, la creación no es Dios. En medio de las religiones paganas, quienes creemos en Cristo somos como ateos, que destrozan los mitos. Muchos cristianos murieron por esto. Nuestra vida es un gran diálogo. Pero no con “cosas u objetos mudos”, sino con alguien que interpela y responde, justamente mediante las cosas, a través de su ser, su belleza, sus perfecciones y sus límites. Sólo los poetas “hablan” con las cosas creadas, pero a manera de recurso literario.

Miramos la creación como una inmensa y maravillosa palabra, que nos dirige Dios. Nos corresponde darle respuesta.