Fecha: 4 de septiembre de 2022

Somos invitados a disfrutar del contacto con la naturaleza, admirarla y mantenernos en comunión con ella. Pero en esto nuestra experiencia también tiene su lado oscuro.

El día en que J. L. Ortega, al tiempo que se disponía a escribir su contribución a la obra citada “En comunión con la creación”, invadido por un sentimiento de gratitud y alabanza, escuchaba por la radio la noticia del gran atentado en la estación de Atocha (11 de marzo de 2004). Todo cambió: su artículo tuvo otro título, “Sobre el cosmos, el caos y el cordero”. Hacemos una llamada a vivir en comunión con la naturaleza y, sin embargo, no podemos cerrar los ojos a una realidad que denota todo lo contrario. Mientras escribimos estas líneas nos llegan ecos de la guerra en Ucrania y no cesan informaciones sobre los incendios en España y en Europa, algunos de ellos intencionados… Las consecuencias ecológicas, directa o indirectamente, de la guerra y del uso (explotación) de los recursos naturales parecen evidentes.

Siempre nos ha intrigado aquella frase de San Pablo: “Pues sabemos que hasta el día de hoy la creación entera está gimiendo con dolores de parto” (Rm 8,22). ¿Qué quiere decir que la creación “gime”? ¿Acaso puede sufrir? ¿Por qué?

En San Pablo “la creación” es todo el universo, no solo los seres humanos, sino también los seres animados e inanimados, el cosmos entero, también las cosas, las montañas, el mar, los bosques, lo astros, etc. Nos fijamos en el contexto de esta frase. San Pablo explica el motivo de este gemido: todo el universo está sometido al fracaso y a la caducidad (una verdadera esclavitud), “en espera que se manifieste la libertad de los hijos de Dios”. Más aún: el gemido de la creación es el mismo que brota de nosotros, porque, si bien ya poseemos las primicias del Espíritu, todavía no se ha manifestado en nosotros la felicidad y la gloria de los que son plenamente hijos de Dios (cf. Rm 8,19-24). Y es esta tensión de la espera lo que nos hace gemir.

Estamos acostumbrados al lenguaje del Antiguo Testamento, donde el orante, usando un recurso poético, atribuye o reconoce en todas las criaturas sentimientos humanos: los montes, el mar, el sol y la luna, los astros, los peces, las aves, los árboles, las fieras, saltan de alegría en un canto de alabanza (p. ej. Sal 148) También se detecta en la criaturas estremecimiento, temor e incluso envidia… (cf. Sal 18,8; 68,17) San Pablo va más allá: las criaturas sufren y lloran, como nosotros, porque participan de la misma esclavitud a la que estamos todos sometidos. Comparten con nosotros la esclavitud de la muerte.

Hasta ese punto nuestra fe nos enseña que estamos vinculados a la creación: ella y nosotros estamos destinados a la gloria, al triunfo de la vida sobre la muerte. Explicaremos más detenidamente en qué consiste en realidad ese vínculo. De momento, basta con afirmar que, por lo mismo que la felicidad siempre nace de una comunión, el sufrimiento siempre procede de una ruptura. En nuestro caso, la oscuridad sobreviene no solo de una ruptura y separación, sino también de un dominio abusivo, un sometimiento y una explotación egoísta. Es más, las rupturas y los abusos entre los seres humanos, los pecados en el terreno interpersonal y social acrecientan el abismo con la naturaleza.

La ecología humana es inseparable de la ecología de toda la creación.