Fecha: 17 de abril de 2022

En 1994 el conocido periodista Vittorio Messori editó un libro conteniendo la larga entrevista que realizó al Papa Juan Pablo II. El periodista tenía plena libertad para formular sus preguntas y el Papa respondía igualmente con libertad. Así resultó una publicación que reflejaba vivencias y convicciones profundas del pontífice, especialmente referidas a su ministerio como sacerdote, obispo y sucesor de Pedro. Él mismo, a manera de síntesis en tres palabras de su testimonio, sugirió un título, que fue aceptado inmediatamente por la editorial: “Cruzando (o cruzar) el umbral de la esperanza”.

Este título me recuerda aquella conocida obra de Charles Péguy “El pórtico del misterio de la segunda virtud”, que viene a ser un canto de alabanza a la esperanza, como clave de bóveda de todo su pensamiento, que es como decir de toda su vida.

Hoy sabemos que la esperanza es aquello más necesario y urgente en nuestro mundo y en nuestra Iglesia.

Es curioso que los títulos de estas dos obras mencionadas relacionen la esperanza con una entrada, una puerta, un umbral por el que hay que entrar. Como si fuera necesario, para entender y vivir la esperanza, el movimiento de acceder a un espacio interior buscado y deseado, donde existe la luz y la paz.

Una idea que nos conduce a la escena evangélica que escuchamos en la liturgia de estos días de Pascua. Los discípulos están encerrados en una casa por miedo, y Jesús resucitado “estando las puertas cerradas” se presenta vivo en medio de ellos, al tiempo que les saluda comunicándoles la paz.

¿Qué significa esto?

El miedo es esa sensación que conocemos bien en estos tiempos de crisis. Esa sensación es un retraimiento, una vuelta sobre sí mismo, que lleva a refugiarnos en aquello que nos defienda de las amenazas y nos garantice el mañana. Huir, hacer acopio de bienes, protegernos de las agresiones de los otros enemigos, reafirmar en definitiva nuestra seguridad. Esto son “las puerta cerradas”: que nadie entre ni salga, yo conmigo mismo, nosotros con nosotros mismos… Eso es lo seguro.

Que Jesucristo nos salva quiere decir, entre otras cosas, que rompe esa situación de temor y retraimiento. Por eso, después de resucitar, busca el encuentro con sus discípulos: para Él no hay puertas cerradas, nada supondrá un obstáculo que impida la transmisión de su paz.

Este encuentro con sus discípulos es el cumplimiento de su misión en la tierra. Por nuestra parte, ¿qué hemos de hacer nosotros para lograr esa paz? No podemos atravesar los muros y las puertas cerradas. Pero sí podemos abrir las puertas y acceder por ellas al encuentro con Él. Esto es propiamente creer.

Como creer es cuestión del corazón, según sus propias palabras, no creer significa tener el corazón cerrado y endurecido. ¿Qué será, pues, la esperanza? La fe es la puerta, la esperanza es la virtud (la fuerza, la decisión) que nos permite atravesarla. Quien hace este gesto con su corazón y su vida, accede al espacio luminoso que es la vida en el amor. Y así se ordenan, una a otra, las tres grandes virtudes. El descanso, la paz plena, pertenece a la tercera, la caridad. Mientras caminamos en esta historia vivimos atravesando la puerta de la fe y la esperanza.