Fecha: 14 de noviembre de 2021

Estimados y estimadas, todos nosotros quisiéramos que este tiempo de Sínodo fuera un momento de conocimiento mutuo y de diálogo profundo. Pero para disfrutarlo, debemos aprender a crear espacios de conversación. Y para que haya conversación es tan importante escuchar desde el silencio interior como hablar desde la propia identidad, dos acciones que a priori parecen más fáciles de lo que son. La escucha pide una actitud honrada y responsable de creer que el otro, amado y valorado por Dios, es también muy importante para mí; reclama pobreza espiritual para saber entender que el contenido que él me comunica, a menudo muy alejado de mi razón, contiene una riqueza que no puedo dejar escapar. Quizás tenemos tendencia a sobrevalorarnos y muy pocas veces recordamos las palabras siempre interpelantes del Nuevo Testamento: «Con toda humildad, considerad a los demás superiores a vosotros mismos» (Fl 2,3). Vaciarnos de todo el bagaje que llevamos dentro, con sencillez y simplicidad de corazón, nos hace aptos para escuchar atentamente al hermano que se acerca.

Sin embargo, en el arte de la conversación no es suficiente con la escucha, sino que se nos pide una palabra de nuestra parte. El habla es uno de los dones más elevados que Dios ha regalado a la humanidad, porque, en gran medida, nuestra interioridad se expresa a través de ella. Sus efectos beneficiosos son exaltados por el sabio: «Una buena respuesta da alegría: ¡una palabra oportuna, que agradablees!». (Pr 15,22-23). Y sin embargo la palabra esconde muchas trampas. Podemos utilizarla superficialmente hablando por hablar, potenciando las propias ideas y subjetividades por encima de la búsqueda de la verdad, proyectando como una carga nuestras insatisfacciones. Incluso podemos mentir sobre noticias o acontecimientos que afectan a la vida de otras personas, las hoy penosamente conocidas como «fake news».

El habla que necesitamos para construir un diálogo fructífero exige evitar todos estos escollos y concentrarnos en un ejercicio de dominio interior y de inteligencia elegante. El mensaje que queremos comunicar debe ser, ante todo, coherente con los sentimientos de Cristo, y llegar a los demás nunca desde la imposición, sino desde la luz atractiva de la verdad. Si antes de pronunciar una palabra nos detuviéramos al intuir el efecto que ésta puede causar, ¿no modificaríamos más de una vez nuestra expresión? Incluso ante la posible mala educación del otro, la nuestra debe ser una respuesta ponderada y equilibrada, dispuesta a seguir ofreciendo misericordia y paz, la única voz que Dios conoce y acepta. Dice el Apóstol: «Que de vuestra boca no salgan nunca malas palabras, sino tan sólo aquella palabra que sirva para edificar a los demás en lo que convenga y haga bien a quienes la escuchan» (Ef 4,29). Ante todo, debemos hacer madurar una conciencia clara de que nuestra expresividad tiene como interés y finalidad hacer bien a quienes nos escuchan, edificando el Reino de Dios.

Desde aquí entenderemos que lo que más nos interesa es la luz que el Espíritu nos quiera regalar en cada momento. Será Él quien nos enseñe a construir día a día la familia de los creyentes, con el testimonio de unidad que el mundo espera de todos nosotros.

Bien vuestro,