Fecha: 1 de noviembre de 2020
Los primeros días del mes de noviembre tienen lugar dos celebraciones importantes en el calendario litúrgico: la solemnidad de Todos los santos y la conmemoración de los fieles difuntos. No son días para avivar nuestro dolor, sino para crecer en la virtud de la esperanza. Las personas no podemos vivir sin esperanzas. Quien pasa por un momento difícil naturalmente tiene la esperanza de superar la situación que le preocupa, y quien tiene un objetivo vive con la esperanza de poder conseguirlo y lucha por ello. Una persona sin esperanza es una persona sin ilusión. La esperanza más fundamental de todo ser humano es vivir. Por ello es en la enfermedad cuando esta virtud se pone a prueba de una manera más radical.
La muerte, que es el horizonte de nuestra vida terrena, es la dificultad más grande para mantener la esperanza: “El último enemigo en ser destruido será la muerte” (1Cor 15, 26). Ante ella, para quien no tiene fe, el deseo de vida que hay en el corazón de todo ser humano parece una ilusión para poder afrontar las dificultades, pero en el fondo algo irreal. En cambio la fe en Cristo, que murió y resucitó por nosotros, nos descubre que la meta de nuestra esperanza traspasa los límites de esta vida: “Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad” (1Cor 15, 19). Para el cristiano la verdadera esperanza no consiste únicamente en desear que se superen las dificultades o que se realicen sus pequeños deseos u objetivos, sino en aspirar a la vida eterna.
La esperanza es una virtud. Eso significa que es algo positivo. No consiste en aguardar con resignación una vida posible más allá de una muerte que un día u otro llegará, sino en desear que, cuando venga ese momento, las promesas de vida y de salvación que Dios nos ha revelado en Cristo se cumplan en nosotros y en nuestros seres queridos. Una esperanza vívida como mera resignación ante algo inevitable no nace de la fe y quita la alegría de vivir. La auténtica esperanza cristiana se vive como deseo del cielo y es la fuerza que nos ayuda a crecer en la santidad.
La esperanza hace brotar en nuestro corazón un sentimiento de alegría, porque tenemos la seguridad de que las promesas de Dios se han realizado en muchos hermanos nuestros que han vivido de una manera sencilla y humilde en amistad con Dios. Precisamente hace unas semanas hemos vivido en Asís la beatificación de Carlo Acutis, un joven italiano de de nuestro tiempo, de corazón limpio, enamorado de la Eucaristía, para quien el tesoro más grande era la amistad con Cristo. Afrontó su dolorosa enfermedad con un deseo grande de ir al cielo, dándonos así un testimonio luminoso de auténtica esperanza cristiana.
De la esperanza brota también la oración por nuestros hermanos difuntos. Estos días los recordamos con la serena confianza que nos da la fe, que nos dice que la misericordia del Señor es eterna, que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad y que si ha entregado a su Hijo a la muerte por nosotros, nada nos podrá separar de su amor.