Fecha: 13 de diciembre de 2020

Los textos litúrgicos del Adviento nos invitan a preparamos con alegría al misterio de la Navidad, especialmente en este tercer domingo, denominado “Gaudete”, palabra latina que significa regocijaos, estad alegres. Este año, a causa de la pandemia y de la crisis económica, el ambiente exterior de preparación de las fiestas navideñas, está un tanto rebajado, pero más allá de la ornamentación de los lugares públicos, como cristianos nos sentimos llamados a vivir este tiempo más que nunca evitando las distracciones exteriores para poder fijar la mirada en el Señor, que viene, y para poder recomponer nuestra escala de valores, que con tanta facilidad se ve trastocada.

San Pablo  exhorta a estar siempre alegres, a ser constantes en la oración y a dar gracias (cf. I Tes 5, 16). El motivo para estar alegres consiste en que Dios está cerca y viene a salvarnos. Por otra parte, el anhelo de alegría está presente en lo más profundo del corazón humano, que aspira a una alegría grande y duradera, que ayude a dar sentido y plenitud a la existencia. El ser humano siente el deseo de gozo y de felicidad, y experimenta la alegría cuando se encuentra en armonía con la naturaleza, con la creación; y más todavía a través del encuentro y la comunión con las demás personas; y en una medida incomparablemente mayor, la experimenta cuando vive el encuentro con Dios.

En el transcurrir de la vida no faltan ocasiones de alegría: la sentimos al contemplar la belleza de la creación, con todas las maravillas que encierra; con la lectura de una obra literaria, la audición de una pieza musical, la admiración de una obra del arte o viendo una buena película. También se experimenta después del trabajo bien hecho y del deber cumplido, así como cuando se alcanzan logros profesionales largamente acariciados o al preparar proyectos para el futuro; nos produce alegría igualmente comprobar nuestro crecimiento como personas, y el hecho de ir j adquiriendo conocimientos y habilidades con el tiempo.

Si profundizamos un poco más, vemos que mayor alegría todavía nos produce vivir el amor en familia y la amistad compartida;  realizar un acto de servicio solidario, sacrificarnos por los demás; del mismo modo, la sensación de que la vida es útil y fructífera, de que vale la pena vivirla, así como reflexionar sobre la eternidad que nos espera; por último, experimentamos la alegría que brota de la comunión con Dios y con los demás; la alegría de saber que la vida procede de Dios, que no es el resultado de una evolución ciega, carente de sentido, sino el fruto de un designio de amor.

Pero a la vez constatamos que la alegría en este mundo es frágil e incompleta, que va acompañada por las dificultades inherentes al camino, y también por inquietudes y preocupaciones respecto al futuro. Además, cabe la posibilidad de equivocarse de rumbo en la búsqueda de la alegría. Ciertamente, el camino de la verdadera alegría tiene su meta final en el encuentro con Dios, está vinculado a algo que va más allá de los avatares o las incidencias de nuestro día a día. El encuentro con Cristo produce una alegría en el corazón que nada ni nadie puede arrebatar, por más pruebas y sufrimientos que se tengan que suportar.

Sigamos avanzando, pues, en este tiempo de Adviento con la certeza de la venida del Señor, de su presencia en  nuestra vida, que nos ayuda a disfrutar de tantas cosas bellas y agradables, que nos da la fuerza para sobrellevar los padecimientos presentes, que nos ayuda a superar las pruebas, que también aparecen a lo largo del camino. Su presencia siempre llena nuestro corazón de amor, de alegria y de consuelo.