Fecha: 15 de marzo de 2020
La semana pasada reflexionábamos sobre la llamada y la peregrinación de Abrahán, que es paradigma para todo creyente. Hoy, en este tercer domingo de cuaresma, nos detenemos en otro de los grandes modelos que ofrecen las Sagradas Escrituras: el camino de Israel a través del desierto. Desde Egipto partió la gran peregrinación del Éxodo. Ello se debió a la opresión que padecía el pueblo judío en Egipto bajo el reinado de un faraón que no había conocido a José. El miedo al crecimiento demográfico que experimentaba el pueblo de Israel lo llevó a oprimirlo con diferentes disposiciones y pesadas cargas. Pero Dios escuchó el clamor de su pueblo y lo liberó de la esclavitud por medio de Moisés.
Después de la salida de Egipto, se inició una larga marcha con una meta concreta: la tierra prometida. A lo largo de este éxodo por el desierto se producirán diferentes pruebas y episodios: dificultades, tentaciones, protestas, infidelidades, y hasta idolatrías. A pesar de todo ello, los hebreos recibieron los dones del maná, del agua y de las codornices, y sobre todo, experimentaron la presencia de Dios providente. El pueblo de Israel es un pueblo en camino, un pueblo que el Señor hizo salir de la esclavitud para guiarlo hasta la tierra que había prometido a sus padres. La peregrinación en el desierto es una experiencia que sirvió como purificación y maduración. A partir del éxodo, Israel vivió con la seguridad de ser un pueblo liberado por Dios y conducido hacia una nueva tierra.
La travesía del desierto se convierte en arquetipo de toda la existencia de Israel, porque es una experiencia palpable de la salvación de Dios. El pueblo deberá recordar siempre esta experiencia fundamental del desierto, una etapa de su historia en que vivía en total dependencia de Dios y caminaba guiado y protegido por él. El éxodo será un memorial siempre vivo y presente. Quien ha pasado alguna vez por una experiencia de desierto personal, de sentirse despojado, itinerante pero confiado en la providencia de Dios, sabe hasta qué punto ese hecho puede marcar toda la vida.
La confianza en Dios es la actitud fundamental para hacer la travesía del desierto. Creer en Dios significa fundamentar en Él la vida, dejar que su Palabra la oriente cada día, en las grandes decisiones y en los pequeños detalles. La fe nos hace peregrinos en la tierra, encarnados en el mundo y en la historia, pero siempre en camino hacia la patria celestial. El creyente vive según unos criterios que a menudo no coinciden con las modas o la opinión del momento, y debe observar una conducta que no concuerda con la manera común de pensar. El peregrino no debe tener miedo de ir «contra corriente» para vivir su fe, ya que sigue su camino con la certeza de la presencia del Señor en su vida y en la historia.
La fe, la confianza en Dios, es puesta a prueba a lo largo del camino. El pueblo de Israel, que ha experimentado la fuerza y el poder liberador del Señor, al topar con las primeras dificultades, sorprendentemente, murmura contra Moisés. Con sus protestas está demostrando que no acaba de confiar en que el Señor seguirá sosteniéndolo en medio de los peligros, que no confía en la providencia de Dios. Las pruebas a lo largo del camino se convierten en oportunidades para apoyarse sólo en Dios. Es preciso permanecer atentos a su voz, pendientes de su Palabra, que guía y sostiene en medio de las pruebas. Es Dios mismo quien conduce y conforta, quien fortalece el corazón. La experiencia del pueblo de Israel en el éxodo es, ante todo, la experiencia de la intervención de Dios liberador. La cuaresma nos ayuda a vivir en esa fe y confianza en Dios, superando pruebas y tentaciones que nos pueden sobrevenir.