Fecha: 19 de diciembre de 2021

Sabemos que el espíritu del Adviento nos estimula a vivir expectantes, sea por la vía de la denuncia profética de Juan el Bautista, sea por el encanto de María que pone ante nuestra mirada el futuro de la verdadera felicidad.

En su conjunto, la esperanza de Adviento nos hace soñar con los “atrios de la casa del Señor”, como canta el salmo 83(84).

“¡Qué hermoso es tu santuario,

Señor todopoderoso!

¡Con qué ansia y fervor

deseo estar en los atrios de tu templo!

¡Con todo el corazón

canto alegre al Dios de la vida!

Aun el gorrión y la golondrina

hallan lugar cerca de tus altares…”

 

Deberíamos volver una y otra vez a rezar (cantar) este bellísimo salmo y muy especialmente en tiempo de Adviento, cuando centra nuestra atención la virtud de la esperanza.

El anhelo es de disfrutar de la belleza del templo de Dios. No por el atractivo de la construcción, sino porque en él habita Dios. Es Él quien da la belleza al lugar donde se hace presente: la humanidad de Jesucristo, María, la Iglesia, la Escritura, los sacramentos, los hermanos, etc. Es Él quien hace bella y amable la vida. Él es el objeto de nuestra esperanza.

Pero, como afectado por una cierta timidez ante el lugar sagrado, el orante del salmo expresa su deseo de estar al menos en los atrios del templo (hasta con una cierta envidia de los gorriones y las golondrinas). En realidad, nuestro anhelo es vivir en la casa donde habita el Señor, estar con Él. Pero sabemos que aquí, en nuestra historia, no podemos aspirar, sino a estar en sus atrios. La Iglesia de aquí, que la tradición denominaba “militante”, es justamente un atrio del templo donde Dios habita, la Iglesia del cielo.

La esperanza de Adviento revive aquella expectación que sentían los israelitas piadosos en tiempo de Jesús (como el anciano Simeón y la profetisa Ana): ver, escuchar, palpar al Mesías. Una vez que Jesús se presenta, de manera tan sorprendentemente humana, cualquiera podía reconocer que todavía estamos en los atrios del templo. Nuestra esperanza no se acaba aquí. El propio Jesús nos dirá en el Evangelio de San Juan que sostengamos la esperanza porque nos preparará sitio, en las estancias de la gloria donde Él habita en la casa del Padre.

Pero con el salmista nos sentimos legitimados para desear los atrios, la cercanía, la presencia real de Dios, aunque solo sea a través de realidades humanas.

Navidad es el inicio de la presencia real de Dios en realidades humanas. Lo cual es ya mucho más de lo que podía soñar Israel, que siguió escandalizándose de que el Dios altísimo se presentara tan humano. El Templo de Jerusalén no era más que un signo, un lugar que el pueblo de Israel dedicaba al encuentro orante con el Dios Todopoderoso, que no cabe en el cielo ni en la tierra.

Nosotros en cambio reconocemos que ese mismo Dios, por amor, “se ha encerrado” en la humanidad de Jesús, para ofrecerse al mundo. Y llegar hasta ahí ya es una gracia inmensa. La alegría esperada de la Navidad es justamente disfrutar de ese don.