Fecha: 8 de noviembre de 2020

En la vida de la Iglesia, los cristianos siempre nos tenemos que plantear dos preguntas. La primera afecta al contenido de la misión: ¿Qué es lo que debemos anunciar y aportar a nuestro mundo? La segunda tiene que ver con el modo de anunciar el Evangelio y de estar presentes en la sociedad: ¿Cómo lo debemos hacer? Normalmente tendemos a pensar que el contenido es más importante que el modo. Sin embargo, no podemos olvidar que el Evangelio únicamente es creíble cuando es anunciado evangélicamente. Si olvidamos esto confundimos la evangelización con la imposición de una determinada ideología.

Esta intuición está presente en toda la encíclica del Papa sobre la fraternidad humana. En ella, además de recordar el proyecto de Dios sobre la humanidad y que la vida social y política ha de estar al servicio de este proyecto, el Papa nos dice que únicamente podremos encontrar caminos para llevarlo a término si miramos a todos los seres humanos con ojos de hermanos. Por ello, el compromiso por la fraternidad pasa por el diálogo y la amistad social. Y esto debe ser vivido en todos los ámbitos: en las disciplinas científicas, los medios de comunicación social, la relación entre las distintas religiones, la cultura y la política.

Este camino no es fácil, porque puede parecer en muchas ocasiones lento y poco eficaz. En nuestro mundo prevalece el monólogo. Más que encontrarse con el otro confrontando las propias idas desde una disposición a acoger aquello que nos pueda enriquecer e incluso a modificar los propios puntos de vista, se tiende a imponer las propias ideas. El auténtico diálogo “supone la capacidad de respetar el punto de vista del otro, aceptando la posibilidad de que encierre algunas convicciones o intereses legítimos” (nº 203).

La capacidad de dialogar presupone una cultura del encuentro. El monólogo impide un encuentro con el otro. Para que éste se dé es necesario recuperar la amabilidad en una sociedad que muy a menudo vive en un clima de crispación. La amabilidad en el trato, que se manifiesta en el cuidado para no herir con las palabras o con los gestos, nos libera de la crueldad y crea las condiciones para crecer en la capacidad del perdón, que no implica el olvido de las injusticias, pero sí la renuncia “a ser poseídos por esa misma fuerza destructiva” (nº 251) que las ha causado. Desde esta convicción debemos entender la condena a la pena de muerte y a las guerras, que encontramos en la encíclica.

El diálogo no es un instrumento para instalarnos en un relativismo que facilita “que los valores morales sean interpretados por los poderosos según las conveniencias del momento” (nº 206), sino un camino para buscar juntos “los fundamentos más sólidos que están detrás de nuestras opciones y de nuestras leyes” (nº 208), para desenmascarar las diversas maneras de “desfiguración de la verdad en los ámbitos públicos o privados” y para buscarla “más allá de la conveniencia de cada momento” (nº 208).

El primer ámbito en el que todo esto debería vivirse es en el diálogo interreligioso. Las religiones deben ponerse al servicio de la fraternidad rechazando toda violencia que pretenda usar el nombre de Dios, y convertirse, de este modo, en un instrumento para la paz en el mundo.