Fecha: 22 de noviembre de 2020

No queremos mantener el interrogante sobre la posibilidad de la fraternidad universal. Creemos que es posible, aunque con determinadas condiciones. Dios quiera que algún día, en este mundo, podamos vislumbrar algo de esta fraternidad y pregustar la paz que le acompaña.

No se sabe bien por qué, el tema del “liderazgo” se pone de moda. Se habla de él en el ámbito cultural y sociopolítico, también en ambientes eclesiales. Quizá sea verdad aquello de “dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Quizá sea la necesidad lo que nos hace hablar de ello.

Ya hemos aludido a esas palabras del Papa que señalan como una de las causas de un mundo cerrado la ausencia de “un horizonte y un rumbo común” (FT 26)

Sin duda, según el lenguaje normal, promover la idea de un único líder mundial, que reúna a toda la humanidad, es una quimera. Pero sí tiene sentido reivindicar “un horizonte y un rumbo común”. Se trataría de mirar todos en la misma dirección, aunque cada uno siguiese caminos diferentes. Estos caminos llegarían a ser convergentes hasta integrarse en una única fraternidad.

Este horizonte o rumbo común, ¿qué sería? ¿Un programa, una idea, una utopía? ¿Una persona? El liderazgo ha sido estudiado desde hace mucho tiempo en el ámbito de la psicología social. El mejor líder es aquel en el que cualquier miembro del grupo se puede ver reflejado, aquel que promueve la participación, tiene ascendencia (autoridad moral) sobre el grupo, estimula, da eficiencia y eficacia al conjunto, facilita el consenso, encarna la identidad del “nosotros”, respeta las individualidades… Años atrás promovíamos el ideal del “liderazgo compartido”, mientras soñábamos con la democracia más perfecta y luchábamos por ella. Nunca pasó de ser todo un sueño. La realidad, cuanto más era conocida, más aparecía contradictoria e impotente.

Hoy seguimos soñando, quizá con más convicción. Jesucristo, contemplado como horizonte de la historia, plenitud de Verdad, de Belleza, de Amor, en el que todo se cumple, el cosmos, la humanidad, hacia el que todo camina, es el cumplimiento de ese sueño. Decir que es “el líder” de toda la humanidad sería decir muy poco y podría entenderse mal. Los antiguos le aplicaban el nombre de “Rey del Universo”, pero también este título se queda muy corto y da pie a malentendidos. ¿Es el “ideal de líder, el ideal de rey”? Se tendría que describir las características de ese ideal.

Los procedentes de la tradición judía sí que tenían un referente del ideal de “rey”, con solo recitar los llamados “salmos reales”: cómo se mantenía humilde y fiel a Dios, cómo se ocupaba de los pobres, cómo era ungido por la sabiduría y fuerza de Dios, cómo era revestido de su belleza, cómo obraba con justicia, etc. El Pueblo se miraba, se reconocía a sí mismo en el rey, de forma que éste desempeñaba también la función que hoy llamaríamos de líder.

Jesucristo, reconociéndose como rey (p. ej. ante Pilato: Jn 18,37), tuvo que hacer su propia explicación para no dar pie a malentendidos. También huyó cuando querían proclamarle rey (cf. Jn 6,15). Jesucristo es ese rey y ese líder que todos soñamos; el único en quien hemos visto realizado lo que nunca pudieron hacer los hombres.

Quizá por ello es aquel único horizonte, que sin ser una idea, ni proyecto, sino una persona viva, nos hace sentir hermanos, miembros del mismo pueblo. En Él ejercemos el auténtico “liderazgo compartido”: en Él somos todos un pueblo de reyes.