Fecha: 28 de junio de 2020
La festividad de los apóstoles S. Pedro y S. Pablo que el lunes celebraremos, es la fiesta de las dos grandes columnas de la fe de la Iglesia, los grandes amigos del Señor, que han testimoniado con su sangre la fe en el Cristo encarnado. Ellos son nuestros fundamentos y nos estimulan a creer y amar, dándoselo todo a Jesús. Y nos hacen ser Iglesia una, santa, católica y apostólica, misionera y acogedora, hospitalaria y humilde, siempre joven y siempre experta en humanidad.
Pedro es sobre todo el garante de la «unidad» de la Iglesia universal. Hace que la Iglesia no se identifique con una sola nación, con una cultura o con un estado. Que sea siempre la Iglesia de todos. Que reúna la humanidad en la comunión más allá de cualquier frontera y, en medio de las divisiones de este mundo, haga presente la paz de Dios, la fuerza reconciliadora de su amor. Y Pablo es el apóstol de los paganos, arraigado en un gran amor a Jesucristo. Siempre habla de Él, a quien sigue con radicalidad y a quien predica sin cesar, tanto si es oportuno como si no lo es. Pablo nos hace ver sobre todo que la Iglesia debe ser «católica», abierta y universal, misionera y atrayente para todas las culturas y personas.
Este año la fiesta de S. Pedro y S. Pablo toma un relieve aún mayor y solemne para todos los católicos. Hemos experimentado el coraje y la caridad del Papa Francisco para con todos los que sufren, con gestos y palabras oportunas. Todos tenemos grabada en la memoria la impresionante plaza de San Pedro el día 27 de marzo, vacía, a causa de la pandemia, y un hombre frágil, que cojea desde joven y jadea en las subidas, pero con un coraje enorme, que en nombre de todos los católicos, pero también de todos los hombres y mujeres de buena voluntad y de toda la humanidad dolorida, rogaba, suplicaba, callaba, pedía más fe y más humildad, y bendecía la ciudad y el mundo con el Santísimo Sacramento. Lo seguimos desde nuestros hogares, confinados, y rogamos unidos a él, padre en la fe, agradecidos que el Espíritu Santo continúe guiando la Iglesia en medio de los altibajos de este mundo. No tenemos miedo, porque Dios no nos deja nunca. Él sostiene misteriosamente la historia y la encamina hacia la plenitud. Su promesa es de vida y de amor.
Son días para orar por el Santo Padre Francisco a quien Jesucristo ha puesto al frente de su Iglesia. Que Dios lo sostenga y ayude, lo haga ejemplo de santidad y de virtud para todo el pueblo de Dios. Necesitamos su guía y la radicalidad de sus propuestas evangélicas, que desmontan muchas inercias, falsas seguridades y comodidades. Necesitamos que nos aliente en el camino del amor y del servicio, y guíe nuestra respuesta a los grandes desafíos sociales de hoy.
Las Diócesis de la Tarraconense debemos tener en gran estima al apóstol Pablo, de quien hemos recibido la fe apostólica que él sembró en nuestras tierras. Y también debemos ser Iglesias muy unidas al apóstol Pedro y a sus sucesores. Pedro fue el primero del grupo de los Doce y el primer Obispo de Roma, que preside todas las Iglesias en la caridad. Por eso el Papa es Vicario de Cristo, pastor universal y fundamento visible de la unidad de toda la Iglesia. Hacemos patente esta unión y obediencia dócil al sucesor de Pedro, cuando cantamos el «credo» de Mn. Lluís Romeu, y proclamamos la fe «en la Santa Madre Iglesia, católica, apostólica y romana», afianzando que Roma, la Sede de Pedro, es la maestra y difusora de la verdad.