Fecha: 28 de junio de 2020

El discípulo – testigo de Jesucristo experimenta diversos miedos.

Uno de ellos, más que miedo, es el temor reverencial hacia el misterio que ha de testificar. Es el temor que experimentaba Isaías cuando recibió la misión de ser profeta: ¿cómo pueden hablar de ti mis labios impuros? (cf. Is 6,1-8). Bien mirado, ejercer de testigo del misterio es una osadía. Si nos mantenemos como evangelizadores y testigos es solamente porque hemos sido enviados y el Espíritu nos acompaña. El testigo se siente demasiado pequeño para llevar y comunicar un misterio tan grande.

Pero hay otro miedo más frecuente y también más complicado. Es el miedo que siente quien confiesa su fe, o da razón de ella, temiendo una reacción adversa de quienes le miran o escuchan. Un miedo que induce a temer la crítica, la burla, cierta soledad, la pérdida de valoración social, ser “etiquetado”, etc. Algo de esto presentía Jesús cuando, conociendo la debilidad de sus discípulos, les dijo: “no tengáis miedo a quienes pueden matar el cuerpo pero no el alma.” Por lo visto algunos discípulos pensarían que también perderían el alma, si en ella solo radicaba el honor, el buen nombre, el éxito…

Lo cierto es que ha penetrado en la imaginaría social una imagen negativa de la Iglesia y de la fe. Nuestros errores y pecados, que reconocemos humildemente, tienen algo que ver en ello. Pero ellos solos no pueden explicar aquella imagen negativa. La Iglesia ha dado, y está dando, un buen testimonio, a la talla de ser testigo de Cristo, junto a los más necesitados en situaciones de sufrimiento humano. Pero existe una especie de consigna, no sabemos si explícita o sobreentendida, en los medios de comunicación “más o menos oficiales”, consistente en silenciar cualquier obra buena de carácter social realizada por la Iglesia o por miembros creyentes como tales. Las noticias que esos medios encuentran repetidamente en la Iglesia suelen ser errores o escándalos. Quizá coticen bien en el mercado de la información… o quizá predominen criterios ideológicos…

Es un hecho cotidiano, pero que merece ser profundizado en otro momento.

Como ya hemos dicho, la fe en Jesucristo nos libera de la gran esclavitud del miedo. No hemos de olvidar que Jesús nos mandó que “no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”. Al contrario, lo hemos de recordar siempre, aunque en otro contexto (por ejemplo ante un peligro de fariseísmo). Pero también nos dijo que hemos de ser sal y luz, y que·cuanto hemos escuchado al oído deberá ser anunciado abiertamente, y que hemos de ir y anunciar a todo el mundo el Evangelio…

El buen testigo de Jesucristo lleva consigo un tesoro. Su grandeza no solo consiste en el hecho de haber sido enviado. Su misma fe, la sabiduría contenida en el misterio de vida que él conoce, cree y desea transmitir, es el tesoro que necesita la humanidad empobrecida. Testificar la fe es enriquecer el mundo. Es contribuir a la salvación del mundo. El cristiano temeroso y pusilánime no ha llegado a captar y gozar del gran tesoro que es la Buena Noticia del Evangelio.

Al mismo tiempo ese buen testigo no podrá olvidar nunca que, si lleva consigo ese gran tesoro es porque Jesucristo no se avergonzó de ser servido al mundo con un instrumento tan débil e inapropiado. La debilidad, incluida la debilidad moral, acompaña siempre la transmisión de la fe. Los santos, grandes testigos, también fueron pecadores, solo que venció en ellos aquella libertad que mana de la salvación de Cristo.