Fecha: 4 de febrero de 2024

“Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias” (Evangelii gaudium, 6). Esta es una advertencia lúcida del Papa Francisco y la podemos recibir como un llamada a experimentar y –como también dice el salmista– a gustar qué bueno es el Señor (Salmo 34,9). Ojalá que podamos vivir una experiencia profunda de gozo y comunión con Dios y con los hermanos, en la amistad con Jesús el Señor, y poder exclamar: No hay bien para mí fuera de ti (Salmo 16,2).

Mirad, al parafrasear esta expresión sálmica, he recordado un bonito texto de Nicolás de Cusa, un pensador en la frontera del mundo medieval y moderno. El texto dice así: “A veces se conoce a Dios como a un buen vino: se lo conoce por el oído, por la mirada y por el gusto. Por el oído, os hablan de Él los predicadores. Por el rostro, entienden sobre Él los teólogos. Pero lo gustan las almas buenas, quienes lo aman. ¡Gustad y ved qué bueno es el Señor!”.

Un maestro vinícola -para seguir con la comparación del texto mencionado-puede investigar todo lo que los filósofos, literatos y poetas han dicho sobre el vino. Pero… ¿qué sabrá al lado de aquella persona buena y sencilla que lo bebe y lo degusta diariamente?

¡Gustad a Dios! Esta es la cuestión: experimentar. El salmista no dice: “pensad y ved”, o bien “reflexionad y ved”, sino gustad y ved. Estamos invitados no a teorizar sino a gustar, a tener una experiencia viva. Parece algo fuera de nuestro alcance. Y, aun así, quien más quien menos, un día u otro, cualquiera de nosotros puede experimentar el paso benéfico y gozoso del Señor por la propia vida. Atención, que no hablo de experiencias extravagantes, irracionales, con no sé qué tipo de efectos especiales propios de películas de ciencia ficción. Cuando hablamos de gustar i experimentar la alegría y gozo en el Señor estamos hablando de la experiencia razonable propia de aquel que encuentra a Dios en la cotidianidad, por ejemplo, de una eucaristía frecuente muy vivida, de una reconciliación que nos rehace el camino, de un fecundo servicio a los más necesitados, de un contacto familiar con la Palabra de Dios, de una plegaria asidua y de adoración.

Esta es la experiencia que encontramos en los salmistas, los cuales en su oración no nos hacen sentir no sé qué tipo de “nirvana” o “armonía interior” sino que a menudo y más bien, nos muestran el alboroto de las plazas e incluso el ruido de las armas. Decía santa Teresa de Ávila que el Señor se encuentra “entre pucheros”, hoy diríamos: entre autobuses, despachos, ordenadores, e-mails, WhatsApp’s, chats, lavadoras y lavaplatos, mercados y carreteras. Un semáforo, una cola, un ascensor, un atasco de autopista, la sala de espera de un médico…, todo esto puede ser hoy “nuestro Sinaí” (Madeleine Dêlbrel), la tierra sagrada donde gustamos y vemos qué misericordioso es el Señor, encontrando en Él la fuente de nuestra alegría, gozo y felicidad más preciadas.