Fecha: 10 de enero de 2021

Fue en otro momento, bien distinto al que contemplamos hoy, cuando se oyeron estas palabras: “Aquí tenéis el hombre” (Jn 19,5). Esta expresión tenía un significado profundo cuando Pilato mostró a Jesús, solo y lleno de heridas, a la multitud que reclamaba su crucifixión. Hoy, sin embargo, vemos a Jesús en todo su esplendor. Le vemos representando la humanidad resultante del Dios con nosotros, el Verbo hecho carne, el hombre en su plenitud. Hoy no se escuchan literalmente aquellas palabras “aquí tenéis al hombre”, pero sí otras, que las suponen, y les conceden su riqueza y profundidad. Escuchamos de la boca de Dios Padre: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17)

Necesitamos urgentemente escuchar estas palabras y hacerles caso. Porque sin darnos cuenta determinamos qué es humano y qué no, defendemos una causa o criticamos una conducta, sin reflexionar antes los motivos por los que lo hacemos. ¿Es humano lo que hacemos con los migrantes? ¿Es humana la eutanasia? ¿Es humano todo trabajo, aunque sea rentable económicamente? ¿Es humana cualquier forma de entender y vivir la sexualidad, siempre que “sea libre”?… En general pensamos y tomamos decisiones en este sentido llevados solo por lo que se dice o suena en el ambiente. Repetimos palabras ya dichas, escuchadas en el ambiente, pero no pensadas en profundidad.

Por eso, necesitamos preguntarnos ¿qué es para nosotros ser persona humana?; ¿qué es verdaderamente humano y qué no?; ¿qué es digno del ser humano y qué no?; ¿dónde está nuestro ideal de persona humana?

A partir de estas preguntas entendemos la importancia que tiene mirar hoy a Jesús, al tiempo que escuchamos las palabras del Padre: “Aquí tenéis a mi hijo amado, en quien me complazco”. Hemos celebrado la Navidad, Dios hecho niño entre nosotros. Ese niño, ya adulto es la respuesta a todas las preguntas. Él es nuestro ideal, el ser humano completo, la persona humana que reúne en sí todo lo que podemos y debemos soñar, exigir, anhelar, del ser humano.

En Él ha volcado el Padre “todo su ser”. La expresión que refiere el texto evangélico es muy significativa. Es como un padre que mira a su hijo y no se cansa de contemplarlo con amor: en Él se complace.

Y en eso consiste el secreto más profundo y verdadero del ser humano, la fuente de su valor infinito y su dignidad, por encima de toda otra criatura: es el amado, es la complacencia de Dios. De forma que podemos responder: ser persona humana consiste en ser amado absolutamente por Dios; como dirá el concilio Vaticano II, es vivir como “el único·ser que es amado por sí mismo por Dios” (GSp 24)

Entonces, será humano todo aquello que merecerá la complacencia de Dios en nuestra persona. La escena del Bautismo de Jesús según la narración de San Marcos es extraordinariamente sobria: Jesús no dice nada, solo se presenta para ser bautizado, baja al agua y sube, mientras desde el cielo abierto desciende el Espíritu y se escucha la comunicación de amor paterno. En este descenso humilde y en la subida posterior está toda la vida de Jesús. Aquí radica la complacencia del Padre y aquí descubrimos el secreto de toda dignidad humana.

La vida posterior de Jesús demostrará que esta es su forma propia de amar, la forma que corresponde a la más perfecta dignidad humana.