Fecha: 31 de enero de 2021

El día dos de febrero, fiesta de la Presentación del Señor, celebraremos la Jornada de la Vida Consagrada. La ley judía establecía que todo primogénito debía ser consagrado a Dios. Al presentarlo en el Templo, María y José, que saben que Jesús es el gran regalo de Dios para toda la humanidad, lo están poniendo en las manos del Padre para que realice su designio de salvación. La presentación en el Templo es el reconocimiento de que Jesús no les pertenece totalmente, que ha venido de Dios y debe dedicarse a la misión que Él le ha encomendado. La consagración implica una entrega total para que el proyecto divino sobre la humanidad vaya realizándose entre nosotros. Porque Cristo se ha entregado totalmente a Dios, puede entregarse plenamente a los hombres.

El Papa Francisco nos ha recordado en la encíclica Fratelli tutti que Dios quiere que todos los que formamos la gran familia humana lleguemos a ser y a vivir como verdaderos hermanos, porque somos hijos suyos, y de este modo anticipemos su Reino en nuestra historia. Sin embargo, cuando miramos la realidad concreta del mundo no podemos dejar de ver las heridas que el pecado ha causado en el corazón de la humanidad y que dificultan la realización de este ideal también anhelado por todos los hombres de buena voluntad. A menudo parece que el deseo de fraternidad es un sueño que constantemente se rompe: “El bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados cada día” (nº 11). Frecuentemente tenemos la sensación de que en lugar de avanzar hacia la meta de la historia, que es el Reino de Dios, cada vez nos alejamos más de ella. El Papa indica en el primer capítulo de la encíclica algunos hechos que nos muestran que nuestro mundo está herido: las personas son valoradas por su utilidad; el reconocimiento y la defensa de los derechos humanos no es igual para todos; los pobres son los que más sufren las consecuencias de las catástrofes naturales; la dignidad de los migrantes no es respetada; el diálogo entre los pueblos y las culturas no acaba de ser una realidad constructora de paz…

Esto nos plantea un interrogante: ¿Qué es lo definitivo, las heridas o las esperanzas? Cuando contemplamos la realidad que nos rodea, fácilmente podemos pensar que nuestra esperanza no es más que una ilusión; que, en el fondo, el anhelo de que los seres humanos vivamos como una familia nunca se realizará. Pero los cristianos no podemos dejarnos vencer por el desánimo. Tenemos la obligación de ser una luz de esperanza para los demás. Lo seremos si sembramos semillas del Reino, si ponemos signos de una vida nueva.

Las personas consagradas viven la vocación como una pasión por el Reino. La entrega total a Dios les permite entregarse totalmente por el Reino. Lo más importante de su testimonio no es lo que hacen, sino lo que anuncian. Como dice el lema de la jornada de este año, la vida consagrada es una “parábola de fraternidad en un mundo herido”. Su fraternidad en la fe se hace fraternidad humana, y su fraternidad humana llega a ser fraternidad divina y, por ello, anticipación de lo que Dios quiere para toda la humanidad. Sin ellas, la vida de la Iglesia sería más pobre.