Fecha: 7 de febrero de 2021
El día 11 de febrero, fiesta de la Virgen de Lourdes, la Iglesia celebra la Jornada mundial del enfermo. Es un buen momento para recordar y orar por todas las personas enfermas y por aquellos que las cuidan y, de este modo, manifestarles nuestra cercanía y afecto. La enfermedad es el momento en el que el ser humano experimenta de un modo radical la propia fragilidad, y la ocasión para abrirse a Dios con la confianza de la fe. Para los familiares es también ocasión para crecer en la vivencia del amor al que sufre. Cuando la enfermedad es afrontada de este modo se puede llegar a crecer en la fe y en la caridad, que es lo que hace progresar a la Iglesia en santidad. Por ello es tan importante el acompañamiento pastoral a los enfermos y a sus familias. La enfermedad tiene rostros concretos. Esta jornada nos lleva a pensar en las personas que hemos acompañado o estamos acompañando en el sufrimiento, tanto en las propias familias como en las comunidades cristianas, y que han sido para nosotros un auténtico testimonio de fe. Deseo que esta celebración nos conciencie más en este aspecto tan importante en la vida de nuestras parroquias y comunidades.
Desde hace un año estamos viviendo una experiencia de fragilidad universal. Seguramente todos tenemos conocidos que han sufrido la enfermedad provocada por el COVID-19, e incluso que han fallecido. La incertidumbre, el temor y la consternación que sentimos cuando pasamos por la prueba del dolor lo estamos viviendo colectivamente: es una enfermedad desconocida, que tiene efectos distintos en cada afectado, difícil de controlar y de predecir. Todo esto está afectando a la vida social y económica y a las relaciones interpersonales y familiares. Que esta experiencia no nos lleve a actitudes egoístas, sino a crecer en la solidaridad mutua, a preocuparnos por cuidar de la salud de todos y evitar comportamientos insolidarios.
La jornada de este año nos hace pensar también en los enfermos que están en la fase terminal de la vida y necesitan, más que en ningún otro momento, sentir el afecto y la cercanía de los suyos y de la comunidad cristiana. Debemos evitar que lleguen a pensar que son una molestia o un estorbo, o que su vida ya no vale porque no es “útil” o no tiene “calidad”. La dignidad de la vida humana no depende ni de su utilidad ni de su calidad. La persona tiene un valor absoluto en sí misma y debe sentirse amada en todo momento. La medida de la autenticidad del amor cristiano es estar más cerca de quienes más lo necesitan.
Estos valores, que han configurado nuestra cultura desde hace siglos y han dado lugar a una gran cantidad de instituciones dedicadas al cuidado de los enfermos, y que ahora están en peligro por la extensión de una cultura caracterizada por un individualismo sin límite ético que transforma los deseos en derechos y en leyes, son los que han de alentar en todo momento nuestra acción pastoral. Pidamos al Señor que también la actuación de los legisladores, cuya primera obligación es defender la vida de los más frágiles, garantizar los cuidados necesarios y evitar todo aquello que la pueda poner en peligro, se guie por estos principios que son el fundamento de una civilización verdaderamente humana.